En el pueblo todos sabían que la Princesa Eliana debía
casarse con un descendiente directo del sol, porque así había sido desde
siempre. Por eso no eran muchos los que aspiraban a poseerla, porque nadie
sabía exactamente qué significaba ser un descendiente del sol. Sólo el
hechicero real era capaz de identificar los espíritus solares.
De todas formas, la Princesa Eliana tampoco esperaba su
casamiento con grandes ansias. No le huía a su destino, sabía que tarde o
temprano conocería a su esposo, pero no se desesperaba por aquello, ni
intentaba buscarlo en las caras de los desconocidos.
Era cierto que siempre le pareció un poco extraña toda esa
historia de los descendientes del sol, y no entendía porque debía casarse con
uno, si teóricamente su padre también lo era, y solo por eso había obtenido el
privilegio de casarse con su madre; lo cual, en su opinión, aparte de ser una
condición absurda y carente de fundamento, convertía al matrimonio en algo
extrañamente incestuoso.
Pero no se quejaba. Enamorarse jamás había sido una
expectativa en su vida, por lo cual era toda una comodidad que se encargaran de
elegir por ella al hombre al cual debía amar, como se encargaban de tantas
cosas…
Aún así, algunos locos lo intentaban. Se presentaban al
palacio, algunos arreglados con sus mejores trapos, haciendo despliegue de
todas sus posesiones y mejores talentos, exhibiendo actos exagerados de
coquetería y alabanzas; y otros completamente borrachos, tal vez probando
suerte en la lotería ridículamente improbable de merecer la mano de la futura
reina, otros llorando por su pobreza y por el irresistible amor platónico que
les despertaba la imagen mítica de la Princesa.
Eliana solo había visto alguno de ellos, y sólo los más
presentables. Pero no le sugerían el menor interés, y en un par de ocasiones
había suspirado de alivio cuando el hechicero dijo que no eran merecedores del
trono. Aunque Eliana solía cuestionar para sus adentros las tradiciones
familiares, ella pensaba que su esposo debía ser absolutamente impresionante.
Esa persona tenía que ser realmente digna del reino, y por sobre todas las
cosas, digna de ella, de la imponente hija de miles de generaciones
ancestrales, todas ellas parientes de algún astro espectacular.
Pero un día los astros quisieron que las cosas fueran
distintas. Esa tarde, uno de los jóvenes locos más locos del pueblo se
inmiscuyó por las habitaciones del castillo, por fuerza de la desesperación
logró burlar a los guardias y se topó cara a cara con la princesa, que en ese
momento estaba hablando con la cocinera sobre la sopa del mediodía; se arrodilló
delante de ella, y con unas manos blancas como un muerto le tironeó de la falda
y sintió a través de la tela el tacto insinuado de sus piernas. Nadie, nunca,
en la historia de su vida, había roto de tal forma el encanto de su
majestuosidad, jamás habían atravesado la línea invisible de su espacio
personal, y fue por eso que la Princesa no supo reaccionar de ningún modo.
El joven tenía el pelo indecentemente largo, los ojos del
color de la tierra mojada y la cara demasiado extraña. Unas ojeras profundas de
años de tormento y un olor a tristeza infinita. Y lloraba, lloraba como la
princesa no había visto llorar a nadie, sin que se le transformara el rostro,
como si las lágrimas fueran algo ajeno, algo que no importaba.
Para ese entonces medio castillo se encontraba ya en la
cocina, pero eso no había evitado que el joven le declarara su amor y le
llorara que la necesitaba y que no deje que se lo llevaran, que si se iba se
moría, que se estaba muriendo ahora mismo, que allá afuera no tenía nada y que
ella lo era todo, era el sueño en la tierra, sus únicas esperanzas para
existir.
Cuando los guardias lo agarraron, el joven se sostuvo con
tanta fuerza de Eliana que le arrancó un trozo del vestido, y entonces chilló y
se retorció como una lagartija en sus intentos de zafarse, sin lograr nada y
alejándose cada vez más de Eliana, que observaba estupefacta.
Algunos presentes hicieron algunos comentarios de
indignación, otros le preguntaron a Eliana si estaba bien, incluso se
compadecieron de ella, pero al poco tiempo todos volvieron a sus labores cotidianos
y no volvieron a hablar del asunto. Todo siguió tan normal, que era como si no
hubiera pasado nada.
Hasta Eliana creyó haber olvidado lo sucedido, pero lo
cierto era que aquel encuentro le dejó una sensación de vació que intentó
llenar con chocolates y pensamientos. Y cuando menos se lo esperaba, se
encontraba a sí misma rememorando aquel momento, cada vez con más detalle y
dramatismo, que probablemente solo eran condimentos de su imaginación. Comenzó
a soñarle en escenarios de su vida diaria, confundiéndole con el mayordomo, el
jardinero, el hechicero y hasta con su propio padre; despertando en un baño de
sudor y completamente convencida de que ésta vez estaba en el castillo de
verdad, ya que lo había visto marchar solo una vez, pero 50 veces volver.
Al principio Eliana deploraba su enamoramiento no deseado,
andaba sola por los rincones y no se hablaba con nadie porque se avergonzaba de
su ingenuidad y de su amor frustrado. Pero poco a poco se fue dejando vencer,
dejándose llevar por la lógica insegura de las ilusiones, imaginándolo
descaradamente en cualquier momento del día y en cualquier lugar.
Los demás se dieron cuenta de su ensimismamiento, y muchos
creyeron que andaba enferma. El hechicero la examinó y dictaminó que había sido
embrujada por aquel joven maniático y perverso, pero Eliana estaba segura de
que no era así. Y tenía razón.
Ningún humano podría haber enamorado a la Princesa. El joven
que irrumpió en su vida aquella tarde estaba desesperado, pero no de amor, y
realmente se estaba muriendo.
Su nombre era Pedro Vega, y odiaba a la familia real porque
para él eran el significado de su pobreza y su soledad. Pero estaba endeudado
hasta la muerte, y en el último momento de su vida quiso que el reino se
hiciera cargo de su situación, aunque era una locura suponer que eso era
posible.
Eso Eliana no lo sabía ni le importaba. Ella no conocía a
aquel hombre llamado Pedro, y realmente le daba igual si seguía vivo. Pero él
le había dado algo que no le había dado ningún otro hombre: La sensación de que
alguien la necesitaba. De que alguien que existía y tenía sentimientos reales
sufría por ella. Todos los que habían desfilado por el palacio, con sus caras bonitas
y sus vidas plenas no podían ofrecerle más que una vida común y silvestre, pero
ella estaba para más que eso, mucho más.
El joven se convirtió en un mito, en un mantra que Eliana
rezaba para llenar el vacío que los lujos no podían. El espíritu de aquel
recuerdo tenía la magia de que podía sucederse y modificarse en cualquier
momento.
Con el tiempo se le marchitó la sensatez y la cordura,
susurrando salmos por los pasillos para atraer al fantasma de su amor no
correspondido. La gente del castillo la evitaba prudentemente. Pero no le
importaba. Nada le importaba.
Por fin encontró un hombre digno de ella.
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