Los Ángeles normalmente no son muy bienvenidos en el reino de las hadas. Ellos provienen de un mito diferente, y son demasiado extraños para los ojos de estas criaturas aladas. Al fin y al cabo, las hadas no son seres muy diferentes a los seres humanos. Ellas también tienen miedos y prejuicios, y luchan por lo que creen correcto.
Por otro lado, es muy extraño ver ángeles fuera del mundo celestial. Pero siempre hay algún loco que hace lo que no debe. Y, una noche, al igual que lo había hecho azul tiempo atrás, Una joven ángel se escapó del reino de los cielos.
Estaba harta de que la criticaran a causa del fuego que escondía en su corazón, y decidió buscar un nuevo hogar.
En esos tiempos, el hada azul y la princesa de las flores habían firmado un acuerdo de paz.
El hada azul seguía construyendo mundos, y poblando los prados de seres imaginarios. La princesa intentaba involucrarse en sus juegos, pero en ocasiones estos les resultaban insólitos, o demasiado extraños, y a veces le costaba visualizar a los personajes irreales de Azul.
La Soberana comenzaba a aburrirse, y, de a poco y sutilmente, solo para matar el tiempo, volvía someter al hada en su poder.
Un día la había mandado a buscar un trozo de madera para terminar (de una vez por todas) de construir su trono. Más por aburrimiento que por fidelidad, azul fue sin chistar.
El problema era que el primer árbol (y, por lo tanto, el primer trozo de madera) se encontraba a varios kilómetros de allí.
Azul no acostumbraba a usar las alas, por el simple hecho de que le recordaban que no era humana. Pero sabía que ahora le convenía usarlas.
Llegó hasta el árbol, que se alzaba majestuoso entre aquellos prados llenos de nada.
Azul procuró arrancarle una rama sin mirarlo.
Con el pedazo ya en las manos emprendió el regreso.
Voló por un buen rato hasta que se le cansaron las alas, y decidió caminar un poco. Azul sabía que el pedido que le había hecho la princesa era absurdo, ya que la princesa misma podía controlar las plantas, y Azul pensaba que si realmente se lo proponía, podría hacer crecer un árbol donde quisiera. Pero Azul también sabía que a la princesa le gustaban las cosas absurdas, y había aprendido a respetarlo. A parte, por muy soberana que ella sea, Azul jamás le permitiría que plantara un árbol en su prado.
El hada ya estaba llegando a su territorio (ese plagado de seres imaginarios) cuando se cruzó con el Ángel de Fuego.
Esta estaba buscando un nuevo hogar, y sabiendo que no se la admitiría en la ciudad, huyó a los lejanos prados, ya que había oído hablar de dos hadas marginadas que habían hecho de esos lugares interminables su casa.
El Ángel de Fuego todavía no se había presentado cuando azul notó algo terrible. A los pasos de aquél ángel misterioso, el verde pasto del prado se iba consumiendo hasta quedar convertido en cenizas. Y no solo eso, si no que también iba matando a la cavilación imaginaria que con tanto esmero había creado.
- ¡No! ¡¿Qué hacés!?- Exclamó Azul, horrorizada, y olvidando el palo en el suelo, alzó vuelo e intentó capturar (con sus poderes) a los restos de las cenizas, mediante burbujas de esferas invisibles.
El Ángel tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había hecho.
Miró a sus pies y pegó un gritito.
- ¡Ah! ¡Perdoname! ¡No me había dado cuenta! –Exclamó, y sin previo aviso, se sentó en el suelo y se echó a llorar.
Era ese el karma de su vida. Jamás la aceptarían en ningún lugar porque el fuego desatado en su corazón era capás de destruir hasta a las cosas imaginarias.
Azul seguía intentando envano recomponer su ciudad destruida, y tardó en reparar en el ángel que se había echado a llorar.
Pensó, no sin cierto rencor, en lo irónico que le parecía que una persona que destruye las cosas con el fuego echara agua por los ojos.
Pero había algo extraño…
Azul no se había dado cuenta de que aquél era un ser celestial… Los ángeles no suelen ser creados para causar daño.
Azul nunca había visto un ángel ni había oído hablar de ellos. La mayoría de la población en el mundo de las hadas no quería a los ángeles.
Pero Azul no era una mayoría. Por que a ella le gustaban las cosas extrañas.
Y algo ilógico, algo que iba completamente en contra con su personalidad egoísta, hizo que se apiadara de ella.
Le toco la espalda para intentar consolarla, indiferente a la idea de que si la tocaba, se convertiría en cenizas ella también. Pero no fue así.
Su tacto, su personalidad, hasta sus ojos, eran cálidos, pero no quemaban. Era una calidez muy difícil de encontrar en la princesa de las flores.