- …Fue entonces cuando las predicciones de María la Sangrienta se hicieron realidad, y su alma fue condenada a vagar en busca de aquellos locos que creían su historia.
Se hizo un silencio profundo en el cual las oyentes pudieron apreciar cada palabra.
La Hechicera solía tener la voz algo ronca, pero cuando narraba aquellas historias de terror su habla se tornaba profunda y sumisa.
Luego de interminables segundos de un silencio mortal, la Hechicera cambió lentamente su expresión seria por una poco convincente cara crispada por el terror. Y otra vez con una lentitud exasperante, levantó el brazo, señalando a algo que se encontraba detrás de las oyentes.
Azul sabía que haría eso. Todas lo sabían.
Pero no podían evitar hacerle caso.
La Princesa fue la primera en volver el rostro. El Ángel y Azul la siguieron.
Entonces, las abrazó un viento helado y distinguieron con toda claridad un movimiento sutil típico de los fantasmas.
La Princesa y el Ángel pegaron un grito. Y también Azul, a pesar de que se había prometido a sí misma que no se dejaría engañar otra vez.
La Hechicera se desternilló de la risa.
Ese truco lo repetía, por lo menos, cinco veces por noche. Y las demás caían siempre.
Azul no entendía como lo hacía, debía tener alguna especie de talento especial para asustar, o algo así.
Segundos después de haber pegado al grito, las habitantes del prado se daban cuenta de que aquel movimiento sutil que habían confundido con un fantasma, se trataba de una hoja arrastrada por el viento. Probablemente, aquella hoja perteneciera a ese único árbol que se encontraba a mitad del camino que llevaba al reino de las hadas.
- No seas mala, deja de asustarnos. – Le reprochó la Princesa a la Hechicera, que era la más dramática, la más sentimental, y la que se asustaba más fácilmente. Ella no tenía ningún pudor en demostrar que estaba asustada, pero Azul solía tener la opinión de que sus ataques de susto eran algo exagerados.
La Hechicera no parecía nada culpable.
- No puedo creer que hayan vuelto a caer. ¡Fue tan obvio! – dijo, interrumpida por sus risas, que al parecer no podía controlar.
- Deja de hacerlo. Al principio era divertido, pero ya es irritante. – dijo Azul, molesta.
La Hechicera dejó de reírse y la miró con malicia.
- ¿Sabes que es lo que me molesta de ti? En estos momentos te haces la madura, pero es probable que seas la más inmadura de las cuatro. Tu también gritaste. No te hagas la adulta. No eres inmune al miedo.
Bueno, Azul no podía contradecirla sin mentir. Aunque, francamente, seguía pensando que entre el Ángel y la Princesa, ella era la más valiente.
- Nadie es inmune al miedo. – se salió por la tangente. – ¿O me vas a decir que nada te asusta?
- Pues no. – Respondió con una sonrisita de suficiencia.
Azul blanqueó los ojos, pero no dijo nada. No podía creer la niña llorona que había caído del Gran Ojo le estuviera diciendo que nada le aterraba.
No dijo nada por que hace tiempo había aprendido que discutir con la Hechicera era tan inútil como discutir con la Princesa, e incluso la primera lograba que te enroscaras en tu propio discurso, y al final terminabas confundido, y sintiéndote un imbécil.
Sin embargo, fue el Ángel la que habló.
- No seas tonta. Todos tenemos algo que nos asusta.
- Bueno, yo no. – replicó la Hechicera sin dejar de sonreír.
- ¿Sabes qué? Un día de estos te la vamos a devolver. Y vamos a demostrar que no eres “inmune al miedo”. – Agregó el Ángel muy segura.
La Hechicera lanzó otra risa.
- ¡Ustedes no son capaces de asustar a nadie! ¡Hagan lo que quieran, no me preocupa!
El Ángel sonrió y se acercó a la Princesa para idear un buen plan.
Ella tenía la piel del color silencioso de los jazmines. Y en los ojos, el reflejo verde de un prado infinito.
Era un reflejo verde que desde los tiempos de oscuridad corría peligro de desaparecer, ya que desde que el Gran Ojo se había cerrado, Azul no había podido observar al verde pasto con naturalidad.
En esos momentos oscuros no podían hacer mucho. Dormían, hacían fogatas, contaban historias de terror.
Y Aunque el Ángel y la Princesa eran siempre las más asustadas, era Azul la que no podía dormir y la que lloraba por las noches.
No lloraba por miedo, porque sabía que siempre que estuviera acompañada por sus amigas, nada sería demasiado terrible.
Entonces… ¿Por qué lloraba?
Una noche, harta de llorar a escondidas, fue a hallar una respuesta.
Casi podemos decir que flotó hacia el árbol como una sonámbula. Cómo si hubiera decidido de antemano ir hacia allí, como si el árbol la llamase.
Nunca le contó a nadie que el recuerdo del árbol absorbiéndole su vitalidad de agua de rocío no le asustaba, y que solo había conseguido que se obsesione más con aquella planta.
La sensación que tuvo cuando viajó por la sabia, y se dividió en millones de partículas, fue gloriosa. Ese fue el único momento en toda su vida en el que recuerda haberse sentido completa y pura.
Pura, porque en ese momento ella no era un ser corpóreo y sucio, sino algo que se mimetizaba con lo natural, y experimentaba la vida inocente y sencilla de un vegetal.
Tardó en darse cuenta en que se dirigía al árbol porque le hacían falta todos esos sentimientos.
De todas maneras, cuando llegó a su objetivo y estuvo parada al lado de aquellas raíces descomunales, lo único que sintió fueron sus ganas de llorar, pero intensificadas.
El Árbol se veía majestuoso a la luz frágil de las estrellas, y ella se sintió tan insignificante y… sola.
Sola, sola, sola.
Se repitió esa palabra mientras que un manantial de agua pura brotaba por sus ojos, y se deshacía de esa humedad inútil e incompatible que su cuerpo había estado acumulando.
Y se dio cuenta de que estaba equivocada, que lloraba porque estaba asustada, y que la Hechicera tenía razón y que ella era una cobarde, la más cobarde e inmadura de las cuatro.
Se había desacostumbrado a la soledad. Al fin y al cabo, sabía que eso pasaría, y que nada bueno podía surgir de aquellas invasoras, a las que ahora llamaba “mis amigas”.
Se había convertido en un ser débil y dependiente. Y la única razón por la cual las historias de la Hechicera no le aterraban, era por que ahora ella estaba acompañada y se sentía segura, pero ¿Qué pasaría cuando sus amigas la abandonen y la dejen… sola?
No se sentía capaz de enfrentar eso.
Y mientras pegaba patadas en el suelo maldijo el momento en el conoció a la Princesa, el momento en el que conoció al Ángel, y el momento en el que conoció a la Hechicera, en ese orden y con una ira descontrolada.
Le llevó un tiempo calmarse, pero al final lo consiguió.
Luego de varios segundos de silencio pudo volver a pensar fríamente. Notó que tanto desahogo frenético la había agotado, y que las noches sin dormir le pasaban factura.
Se sentó entre las raíces del árbol, olvidando que ahora no se encontraba la Princesa por si se metía en problemas.
Y se puso a recordar, y a sacar conclusiones.
¿Por qué sus amigas encontrarían razón para abandonarla? En ningún momento ellas hicieron una insinuación, pero Azul se encontraba angustiada, como si se fueran a ir en cualquier momento.
Azul no podía engañarse a sí misma, al menos no en ese momento. Es verdad que nunca le habían insinuado nada, pero sabía que acabaría por terminar sola.
Bastaba ver el semblante de preocupación que ponía a veces la Hechicera, y las barreras que ella levantaba para que nadie pudiera acercársele sentimentalmente. Actuaba como si no pensara en quedarse, si no como si el prado fuera una parada, un puente hacia otro mundo.
Bastaba ver como el Ángel levantaba la vista y sentía el llamado de los reinos celestiales, de su casa, de su familia, de su padre enfermo de fuego. Azul sabía que llegaría el día en el que no podría soportar más la urgencia de sus añoranzas y huiría sin decir adiós.
Y la Princesa… Azul no sabía mucho de la Princesa. A pesar de ser la más extrovertida del grupo, nunca había hablado de su pasado. Y eso a Azul la inquietaba, y nada le garantizaba que ella no huiría como las otras.
Mientras seguía pensando en todo eso (ahora sin llorar, pero con algo de tristeza) dejó andar libre a su mente y a sus pensamientos, y de golpe se encontró recordando su casa, su vida entera.
¿Y que era lo que le garantizaba que ella se quedaría en el prado y no volvería a casa?
Esa pregunta pasó por su mente de manera fugaz, y no tuvo que respondérsela.
Ella no podía volver a casa. Todavía no.
Ella estaba unida al prado por algo sólido, algo que no podía ignorar. Ella había huido en busca de paz emocional, en busca de tranquilidad, en busca de una ciudad imaginaria.
Y por ahora, no había conseguido todo lo que había buscado.
Antes de volver a casa, debía aprender a vivir en paz consigo misma, y solo así podría hacerle frente a la soledad.
Y mientras su mente cavilada por aquellos lugares mas ocultos y olvidados de su memoria, se dio cuenta de que estaba expresándolos en voz alta.
No solo eso, los estaba compartiendo con el árbol.
El árbol, tan callado pero tan real en esos momentos, se había vuelto a convertir en su ancla, y como Azul le temía a la soledad, se las ingenió para convertir al árbol en un amigo. Un viejo amigo.
- Ahora que me acuerdo, he tenido muchos sueños. – Decía Azul. – Sueños extraños, y en todos aparece un niño. No conozco a ese niño, o no recuerdo haberlo conocido. Pero siempre está. Creo que está buscándome… - Se quedó desconcertada ante aquel último pensamiento. No supo como continuar el hilo de sus ideas, así que se quedó callada por unos minutos.
Se dio cuenta de que deseaba ver al niño de sus sueños, pero no sabía porqué. Y su recuerdo solo lograba confundirla, no podía pensar en él mucho tiempo sin que surgiera un blanco en sus propios pensamientos.
Se acurrucó en las raíces mientras murmuraba trivialidades.
Un viento frío los envolvió, y Azul escuchó el crujir de una rama.
Se sobresaltó un poco. No creía que aquel viento débil fuera capaz de tumbar al árbol.
Pero Azul no se había dado cuenta del estado del árbol.
Estaba frágil. Muy frágil, y enfermo.
El color de sus ramas ya no era de un marrón profundo, sino de un beige seco y sin vida.
Ya casi no le quedaban hojas.
El árbol había sido capaz de sobrevivir a las sequías, pero no podía continuar viviendo con la falta de luz y calor.
Él ancla de Azul se había convertido en algo inseguro.
Ni siquiera tenía las fuerzas suficientes para robarle al hada su vitalidad de agua de rocío.
Ignorante a todo, Azul se abrazaba a sus pies, creyendo que el árbol había superado por fin sus ansias de alimento, y la había aceptado como a una igual.
Se hizo un silencio profundo en el cual las oyentes pudieron apreciar cada palabra.
La Hechicera solía tener la voz algo ronca, pero cuando narraba aquellas historias de terror su habla se tornaba profunda y sumisa.
Luego de interminables segundos de un silencio mortal, la Hechicera cambió lentamente su expresión seria por una poco convincente cara crispada por el terror. Y otra vez con una lentitud exasperante, levantó el brazo, señalando a algo que se encontraba detrás de las oyentes.
Azul sabía que haría eso. Todas lo sabían.
Pero no podían evitar hacerle caso.
La Princesa fue la primera en volver el rostro. El Ángel y Azul la siguieron.
Entonces, las abrazó un viento helado y distinguieron con toda claridad un movimiento sutil típico de los fantasmas.
La Princesa y el Ángel pegaron un grito. Y también Azul, a pesar de que se había prometido a sí misma que no se dejaría engañar otra vez.
La Hechicera se desternilló de la risa.
Ese truco lo repetía, por lo menos, cinco veces por noche. Y las demás caían siempre.
Azul no entendía como lo hacía, debía tener alguna especie de talento especial para asustar, o algo así.
Segundos después de haber pegado al grito, las habitantes del prado se daban cuenta de que aquel movimiento sutil que habían confundido con un fantasma, se trataba de una hoja arrastrada por el viento. Probablemente, aquella hoja perteneciera a ese único árbol que se encontraba a mitad del camino que llevaba al reino de las hadas.
- No seas mala, deja de asustarnos. – Le reprochó la Princesa a la Hechicera, que era la más dramática, la más sentimental, y la que se asustaba más fácilmente. Ella no tenía ningún pudor en demostrar que estaba asustada, pero Azul solía tener la opinión de que sus ataques de susto eran algo exagerados.
La Hechicera no parecía nada culpable.
- No puedo creer que hayan vuelto a caer. ¡Fue tan obvio! – dijo, interrumpida por sus risas, que al parecer no podía controlar.
- Deja de hacerlo. Al principio era divertido, pero ya es irritante. – dijo Azul, molesta.
La Hechicera dejó de reírse y la miró con malicia.
- ¿Sabes que es lo que me molesta de ti? En estos momentos te haces la madura, pero es probable que seas la más inmadura de las cuatro. Tu también gritaste. No te hagas la adulta. No eres inmune al miedo.
Bueno, Azul no podía contradecirla sin mentir. Aunque, francamente, seguía pensando que entre el Ángel y la Princesa, ella era la más valiente.
- Nadie es inmune al miedo. – se salió por la tangente. – ¿O me vas a decir que nada te asusta?
- Pues no. – Respondió con una sonrisita de suficiencia.
Azul blanqueó los ojos, pero no dijo nada. No podía creer la niña llorona que había caído del Gran Ojo le estuviera diciendo que nada le aterraba.
No dijo nada por que hace tiempo había aprendido que discutir con la Hechicera era tan inútil como discutir con la Princesa, e incluso la primera lograba que te enroscaras en tu propio discurso, y al final terminabas confundido, y sintiéndote un imbécil.
Sin embargo, fue el Ángel la que habló.
- No seas tonta. Todos tenemos algo que nos asusta.
- Bueno, yo no. – replicó la Hechicera sin dejar de sonreír.
- ¿Sabes qué? Un día de estos te la vamos a devolver. Y vamos a demostrar que no eres “inmune al miedo”. – Agregó el Ángel muy segura.
La Hechicera lanzó otra risa.
- ¡Ustedes no son capaces de asustar a nadie! ¡Hagan lo que quieran, no me preocupa!
El Ángel sonrió y se acercó a la Princesa para idear un buen plan.
Ella tenía la piel del color silencioso de los jazmines. Y en los ojos, el reflejo verde de un prado infinito.
Era un reflejo verde que desde los tiempos de oscuridad corría peligro de desaparecer, ya que desde que el Gran Ojo se había cerrado, Azul no había podido observar al verde pasto con naturalidad.
En esos momentos oscuros no podían hacer mucho. Dormían, hacían fogatas, contaban historias de terror.
Y Aunque el Ángel y la Princesa eran siempre las más asustadas, era Azul la que no podía dormir y la que lloraba por las noches.
No lloraba por miedo, porque sabía que siempre que estuviera acompañada por sus amigas, nada sería demasiado terrible.
Entonces… ¿Por qué lloraba?
Una noche, harta de llorar a escondidas, fue a hallar una respuesta.
Casi podemos decir que flotó hacia el árbol como una sonámbula. Cómo si hubiera decidido de antemano ir hacia allí, como si el árbol la llamase.
Nunca le contó a nadie que el recuerdo del árbol absorbiéndole su vitalidad de agua de rocío no le asustaba, y que solo había conseguido que se obsesione más con aquella planta.
La sensación que tuvo cuando viajó por la sabia, y se dividió en millones de partículas, fue gloriosa. Ese fue el único momento en toda su vida en el que recuerda haberse sentido completa y pura.
Pura, porque en ese momento ella no era un ser corpóreo y sucio, sino algo que se mimetizaba con lo natural, y experimentaba la vida inocente y sencilla de un vegetal.
Tardó en darse cuenta en que se dirigía al árbol porque le hacían falta todos esos sentimientos.
De todas maneras, cuando llegó a su objetivo y estuvo parada al lado de aquellas raíces descomunales, lo único que sintió fueron sus ganas de llorar, pero intensificadas.
El Árbol se veía majestuoso a la luz frágil de las estrellas, y ella se sintió tan insignificante y… sola.
Sola, sola, sola.
Se repitió esa palabra mientras que un manantial de agua pura brotaba por sus ojos, y se deshacía de esa humedad inútil e incompatible que su cuerpo había estado acumulando.
Y se dio cuenta de que estaba equivocada, que lloraba porque estaba asustada, y que la Hechicera tenía razón y que ella era una cobarde, la más cobarde e inmadura de las cuatro.
Se había desacostumbrado a la soledad. Al fin y al cabo, sabía que eso pasaría, y que nada bueno podía surgir de aquellas invasoras, a las que ahora llamaba “mis amigas”.
Se había convertido en un ser débil y dependiente. Y la única razón por la cual las historias de la Hechicera no le aterraban, era por que ahora ella estaba acompañada y se sentía segura, pero ¿Qué pasaría cuando sus amigas la abandonen y la dejen… sola?
No se sentía capaz de enfrentar eso.
Y mientras pegaba patadas en el suelo maldijo el momento en el conoció a la Princesa, el momento en el que conoció al Ángel, y el momento en el que conoció a la Hechicera, en ese orden y con una ira descontrolada.
Le llevó un tiempo calmarse, pero al final lo consiguió.
Luego de varios segundos de silencio pudo volver a pensar fríamente. Notó que tanto desahogo frenético la había agotado, y que las noches sin dormir le pasaban factura.
Se sentó entre las raíces del árbol, olvidando que ahora no se encontraba la Princesa por si se metía en problemas.
Y se puso a recordar, y a sacar conclusiones.
¿Por qué sus amigas encontrarían razón para abandonarla? En ningún momento ellas hicieron una insinuación, pero Azul se encontraba angustiada, como si se fueran a ir en cualquier momento.
Azul no podía engañarse a sí misma, al menos no en ese momento. Es verdad que nunca le habían insinuado nada, pero sabía que acabaría por terminar sola.
Bastaba ver el semblante de preocupación que ponía a veces la Hechicera, y las barreras que ella levantaba para que nadie pudiera acercársele sentimentalmente. Actuaba como si no pensara en quedarse, si no como si el prado fuera una parada, un puente hacia otro mundo.
Bastaba ver como el Ángel levantaba la vista y sentía el llamado de los reinos celestiales, de su casa, de su familia, de su padre enfermo de fuego. Azul sabía que llegaría el día en el que no podría soportar más la urgencia de sus añoranzas y huiría sin decir adiós.
Y la Princesa… Azul no sabía mucho de la Princesa. A pesar de ser la más extrovertida del grupo, nunca había hablado de su pasado. Y eso a Azul la inquietaba, y nada le garantizaba que ella no huiría como las otras.
Mientras seguía pensando en todo eso (ahora sin llorar, pero con algo de tristeza) dejó andar libre a su mente y a sus pensamientos, y de golpe se encontró recordando su casa, su vida entera.
¿Y que era lo que le garantizaba que ella se quedaría en el prado y no volvería a casa?
Esa pregunta pasó por su mente de manera fugaz, y no tuvo que respondérsela.
Ella no podía volver a casa. Todavía no.
Ella estaba unida al prado por algo sólido, algo que no podía ignorar. Ella había huido en busca de paz emocional, en busca de tranquilidad, en busca de una ciudad imaginaria.
Y por ahora, no había conseguido todo lo que había buscado.
Antes de volver a casa, debía aprender a vivir en paz consigo misma, y solo así podría hacerle frente a la soledad.
Y mientras su mente cavilada por aquellos lugares mas ocultos y olvidados de su memoria, se dio cuenta de que estaba expresándolos en voz alta.
No solo eso, los estaba compartiendo con el árbol.
El árbol, tan callado pero tan real en esos momentos, se había vuelto a convertir en su ancla, y como Azul le temía a la soledad, se las ingenió para convertir al árbol en un amigo. Un viejo amigo.
- Ahora que me acuerdo, he tenido muchos sueños. – Decía Azul. – Sueños extraños, y en todos aparece un niño. No conozco a ese niño, o no recuerdo haberlo conocido. Pero siempre está. Creo que está buscándome… - Se quedó desconcertada ante aquel último pensamiento. No supo como continuar el hilo de sus ideas, así que se quedó callada por unos minutos.
Se dio cuenta de que deseaba ver al niño de sus sueños, pero no sabía porqué. Y su recuerdo solo lograba confundirla, no podía pensar en él mucho tiempo sin que surgiera un blanco en sus propios pensamientos.
Se acurrucó en las raíces mientras murmuraba trivialidades.
Un viento frío los envolvió, y Azul escuchó el crujir de una rama.
Se sobresaltó un poco. No creía que aquel viento débil fuera capaz de tumbar al árbol.
Pero Azul no se había dado cuenta del estado del árbol.
Estaba frágil. Muy frágil, y enfermo.
El color de sus ramas ya no era de un marrón profundo, sino de un beige seco y sin vida.
Ya casi no le quedaban hojas.
El árbol había sido capaz de sobrevivir a las sequías, pero no podía continuar viviendo con la falta de luz y calor.
Él ancla de Azul se había convertido en algo inseguro.
Ni siquiera tenía las fuerzas suficientes para robarle al hada su vitalidad de agua de rocío.
Ignorante a todo, Azul se abrazaba a sus pies, creyendo que el árbol había superado por fin sus ansias de alimento, y la había aceptado como a una igual.