En la escuela se burlan de mí porque tengo orejas redondas,
como la de los ratones.
Todos saben que los ratones son los débiles. Ni siquiera son
nuestro alimento: son nuestros juguetes; la mejor manera de entretener a un
gato castrado en su vida decadente. Son inútiles, sucios, impresentables.
Yo tampoco soy muy pulcro. Mi pelo gris está siempre alborotado,
y no me peino tan seguido como los otros gatos.
Cada vez siento que tengo menos cosas en común con ellos.
Son mezquinos, engañosos, interesados. Nadie debería confiar nunca de un gato.
Yo jamás lo haré.
Cada día estoy más seguro de que no soy un gato. Jamás
jugaría con una presa, y menos con un ratón. Sé que se siente ser la presa.
En la escuela de gatos nos enseñan cómo caminar sigilosos,
cómo seducir a los humanos y a cantar miau miau. En la escuela mis compañeros
dicen que yo no tengo derecho a asistir por la forma de mis orejas, y porque mi
cola parece un gusano. Yo no digo nada, pero para mis adentros les gruño.
Cómo los odio. Con
sus insultantes y filosas orejas puntiagudas. Se creen mucho con sus cabelleras
brillantes y sus colas peludas. Pero son la especie más baja de todo el reino
animal, y estoy bastante seguro de no pertenecer allí.
Cuando salgo de la escuela me voy a las cañerías y me
encuentro con mis verdaderos amigos. Al otro día aparezco sucio y huelo
horrible, pero no me importa. Los otros gatos se tapan las nariz y me gruñen “volvé
a tu cloaca, rata”.
Mis papás se preocupan por mí. Me preguntan a dónde estuve,
con quiénes me junto. Yo no digo nada. Estoy seguro de que ellos no son mis
padres. Solo entre los ratones me siento en familia. Y a veces no puedo evitar
pensar en lo fácil que hubiera sido mi vida si mis padres no hubieran intentado
inculcarme en una sociedad de gatos. ¿Acaso no ven que soy diferente? ¿No se
dan cuenta que no pertenezco a ellos? ¿Por qué me sacaron de mi verdadero
hogar?
Una tarde, un gato grande, naranja, muy peludo y muy feo me
siguió después de clases y me acorraló en una esquina.
“Así que te gusta jugar a ser la presa, ¿eh?” Maulló
mimosamente el gato erizando todos sus largos pelos “vamos a ver qué tal te
sale”
Y me lanzó las garras a la cara, desde las orejas hasta los
ojos.
Y entonces rugí. Nunca había rugido de esa manera. Lo sentí
vibrar en el pecho y en la garganta. Y el gato naranja me miró con ojos grandes
de sorpresa. Y con un breve maullido dio media vuelta y se fue corriendo. Y yo
no entendía nada.
Esa misma tarde me fui para las alcantarillas a reunirme con
las ratas, pero todos huían de mí.
Nunca me sentí tan solo en mi vida. No me querían los
ratones, no me querían los gatos. No me quería nadie.
Me fui a un rincón aislado de las cloacas y me acurruqué.
Y entonces me vi en el reflejo de las aguas sucias. Los
rasguñones del gato naranja me acomodaron las orejas en su lugar. Ahora sabía
que siempre las había llevado dadas vuelta; y, como me aseaba poco, nunca las tenía
correctamente. Ahora se veían erguidas y puntiagudas, como si estuvieran
orgullosas de estar por fin en su lugar.
Yo era un gato.
Y nunca iba a poder escapar a ello.