Todo texto aquí visto es pura creación de grillito, alias Azul, alias Fairy, alias la chica astronauta, alias Azul, alias la loca esa

toda imagen aquí vista es pura creación de alguna persona, ecepto grillito, a menos que ella diga lo contrario. Si quieren ver dibujos de ella, vayan a http://lachicamariposa.deviantart.com/

Procuren no chocarse con la luna!

viernes, 23 de abril de 2010

El amuleto de la suerte


La señorita Webber aún recuerda aquellos tiempos en los que solo era la pequeña Lizzie. Una chiquilla de 10 años, que, a pesar de estar entrando en la adolescencia, su aspecto no era muy diferente al de una niña. Era esbelta y delgada, de cabello negro como la tinta, y lacio y largo hasta las caderas. Sus ojos parecían dos confites de chocolate, y si la mirabas de cerca, encontrabas tres pecas en su nariz. No era mucho más que eso.
Tenía movimientos gráciles, y no era fea, pero tampoco podemos decir que era linda. Aún así, su presencia podía llenar una habitación.
Más o menos, así era Lizzie. Una niña audaz y atrevida, pero muy querida. De todas formas, ella vivía acomplejada con sus defectos físicos. Y esa era una inseguridad que no salía al aire hasta que se plantaba frente a los jueces de la liga de torneos de gimnasia artística.
Las primeras veces que fue a competir, se dirigió a su posición totalmente calmada y segura. Pero cuando el silbato sonaba indicando que debía comenzar, una fuerza sobrenatural la aplastaba contra el piso y le impedía moverse.
Tiempo después, cuando se dio cuenta de lo que significaba competir, ni siquiera llegaba a ponerse en su lugar ya que terminaba vomitando de los nervios.
Cada vez iba perdiendo más la confianza en si misma. Nunca había tenido problemas de pánico escénico, más bien todo lo contrario, a ella le gustaba mostrarse, y que los demás la miren.
Terminó sintiéndose desalentada, ya que sabía que nunca iba a poder mostrarle al mundo lo buena que era en ese deporte, y que su profesora, al ver sus problemas de ansiedad, había perdido totalmente el interés en ella.
Una tarde estaba en el bar del club donde practicaba gimnasia, tomando una bebida pues habían tenido una clase agotadora. Se le cayó una moneda debajo de la mesa y se agachó para recogerla.
Fue entonces cuando encontró el amuleto.
La cadena de este rodeaba un papel doblado. Lizzie agarró la moneda y luego, con mucha curiosidad, desdobló el papel. La nota decía:
“Para quien lo encuentre, que seguro lo utilizará mejor que yo”
Luego miró con atención el collar. Era sencillo, con una cadena dorada muy finita, y un pequeño dije de oro con unos dibujitos en negro no muy visibles.
Se lo puso y lo ocultó bajo sus ropas. La señorita Webber nunca olvidaría que en ese entonces tenía trece años.
Una semana más tarde, Lizzie compitió exitosamente, obteniendo el puntaje más alto de su categoría.
Desde entonces las cosas nunca volvieron a ser las mismas.
Actualmente, la señorita Elizabeth Webber tiene 87 años y posee muy buena salud (o al menos eso creen los médicos).
Fue campeona mundial de gimnasia artística, aunque nadie la recuerda por eso.
Tuvo una brillante carrera de periodista, fue cara de un noticiero y escribió cinco libros, los cuales tres fueron best seller, y tres recibieron algún otro premio. Se casó cuatro veces y las cuatro se divorció. No tuvo hijos.
La señorita Webber considera ese amuleto – y con razón – su amuleto de la suerte. Es un amuleto poderoso, y hay que saber utilizarlo si no quieres que ocurran catástrofes. Uno suele dejarse llevar por impulsos y terminar deseando cosas terribles. Pero si sabes utilizarlo, puedes llegar a ser la persona más dichosa del mundo.
Y la señorita Webber supo utilizarlo bastante bien.
Muy pocas veces anduvo sin su amuleto.
La primera vez se le cayó en el trabajo, y se dio cuenta inmediatamente. Se volvió loca buscándolo, ese día las cosas se le pusieron patas para arriba. Todo le salía mal. Lo encontró una de sus compañeras de trabajo, y se lo devolvió cuando se estaba yendo.
La segunda vez se le cayó en su casa, y no se dio cuenta hasta que, ese día, su jefe le preguntó una cuenta sencilla, y se percató de que el primer número que le venía a la cabeza no era el correcto.
Y es que ese amuleto le daba suerte, pero no fue gracias a la suerte que había superado su problema de ansiedad, si no que creía que con el amuleto encima nunca le pasaría nada malo.
La tercera vez que se lo sacó fue apenas hace unos años atrás. Se le salió mientras dormía. Automáticamente se despertó sintiendo que muchas cuchillas le cortaban la garganta y la respiración. Intentó hablar, y se dio cuenta que no pudo. Entonces se percató que no llevaba el collar puesto y lo buscó desesperadamente. En cuanto se lo puso sintió como le volvía el alma al cuerpo.
Fue ahí cuando comprendió que la única razón por la que seguía viva era gracias al amuleto, y que apenas se lo sacara correría peligro de muerte.
Pero lo que nunca supo fue el verdadero significado del amuleto, al menos no en su totalidad.
Ese no era un amuleto de la suerte, si no un amuleto de la vida, que alejaba a la muerte en todas sus formas y mantenía a su usuario feliz.
Pero, como dicen, mientras más grande seas, más larga y dolorosa será tu caída. Y es que el amuleto no te hacía inmortal. En algún momento, la muerte daría un golpe tan fuerte que destrozaría la magia de ese escudo, y haría de tu final – precisamente – algo largo y doloroso.
La señorita Webber nunca lo supo. Pero un día, estando sola (sola como estaba siempre) en su enorme casa, pensó en el pasado y sonrió.
Nunca había querido tener un hijo. La idea de cuidar a un niño no se le hacía nada tentadora. Y ahora era lo único de lo que se arrepentía.
Pensó que ya lo había hecho todo. Pensó que era inútil seguir con esta farsa, por que es una farsa llamar vida a ser una vieja solitaria y amargada en su enorme casa cuando habías tenido tan hermoso pasado. Entonces se quitó el amuleto.
Murió sin sentir ni siquiera una navaja en la garganta.
La vida y la muerte se conmovieron tanto al ver a esa vieja entregarse al nuevo mundo con los brazos abiertos, que cumplieron su último deseo.
El amuleto brillaba y se deformaba, iba creciendo y tomando la forma de un bebé.
Poco después, se escuchó el llanto de un niño.
El hijo de la señorita Webber, el señor de la vida y la muerte, había despertado.

El mundo de las musas

Todos tenemos un mundo remoto en nuestras cabezas, solo que a veces no nos damos cuenta. Pero cuando intentamos crear algo nuevo, o, dicho de otra manera, buscamos la inspiración, instantáneamente (casi inconcientemente) entramos al mundo de las musas.
El artista por excelencia: un chico joven que no sobrepasa los 25 años (edades en la que uno todavía no tiene los pies bien puestos sobre la tierra) con el pelo rozándole los hombros (normalmente atado a una colita, para que no moleste ni interrumpa momentos de concentración) vestido de manera que notes que su pasión no es la moda, con algún que otro lápiz detrás de la oreja, y una libretita en el bolsillo de su saco.
Nuestro artista vaga por los caminos de su mundo de calles de tierra y trajes medievales.
Busca sin saber que está buscando, pensando en sus problemas personales, en su familia, en sus deseos, en sus sueños rotos…
Vienen vendedores, ofreciéndole objetos antiguos, pero el apenas los mira, pues está muy concentrado en sus pensamientos. Ellos no tienen lo que él necesita.
Sigue caminando, y allí, justo allí, aparecen las musas. Las encargadas de distraer al artista de las cosas que lo entristecen y de quitarle peso a su alma.
Ellas se le acercan y le sonríen. Tienen los labios pintados de rojo y las pestañas espesas. Son dueñas de un cuerpo voluptuoso y de una risa estridente y provocadora.
Pero esta vez ellas no bastan. Él sigue caminando. Hoy, las risas no son más que un ruido enfermizo, los labios rojos un color tan fuerte que daña la vista, y las provocaciones, solo molestias.
Empieza a creer que necesita estar solo, pero la soledad no hace más que dejarlo a solas con su tristeza.
Y justo cuando cree que nada puede ayudarlo, aparece ella.
Una jovencita (por lo menos 3 años más chica que él) vestida de ropa opaca, sentada, apoyando la espalda en la pared de una casa, tapándose el cuerpo con las manos. Su pelo, un castaño claro que le llegaba hasta los hombros. A diferencia de las otras musas, tenía el pecho plano, pero unos ojos miel que te llenaban de calor con solo mirarlos. Parecía algo triste.
El artista se acercó a ella y se agachó para ponerse a su altura.
- Eres perfecta. – le dijo, y la joven lo miró, primero sin comprender, pero luego soltando una sonrisa involuntaria, tan bella, que hubiera logrado que hasta el corazón más fuerte se derritiese. El artista saboreó esa belleza, esa belleza tan simple, que no aturdía, una belleza digna de apreciar. Llenó su mente de su rostro, y luego le dio la mano para ayudarla a levantarse.

El artista abre los ojos. Toma un pincel. Toca el lienzo. Instantáneamente, pinta un cuadro que trata sobre el sueño adolescente.

El ciudadano del cielo


Ellos crecieron en un mundo surrealista, donde todos estaban acostumbrados a las cosas que pasan de repente, y sin explicación alguna.
Desde tiempos inmemorables que ellos juegan juntos, esquivando los peligros del mundo entre juegos y risas.
Ella era Anette, y él, simplemente Toby.
Pero un día, solo como otra de esas cosas que sucedían en aquel mundo, cosas que pasan sin que nadie las viera venir, Toby desapareció.
Anette y él jugaban carreras, ambos con un globo en la mano. Toby iba ganando, llegó antes que la niña al final de la vereda y dobló la esquina.
Fue la última vez que Anette supo de él.
Su desaparición nunca pareció ser algo real. Anette aún intenta convencerse de que su ausencia no es más que un producto de su imaginación. Los sueños suelen ser más macizos que la realidad, sobre todo en ese mundo.
De pequeña, le preguntó a su madre, con los ojos llorosos.
-¿Dónde está Toby?
- Se fue al cielo- se limitó a responderle
Desde ese momento lo comprendió todo, y decidió que lo iba a esperar. Pase lo que pase, lo iba esperar.
Se sintió incapaz de crecer sin su amigo a su lado. No pudo cambiar, siguió siendo la misma niña, esa que tenía un globo en la mano.
Y lo esperó, durante 5 años, lo esperó.
Hasta que una linda tarde de abril él volvió.
Había bajado del cielo, había concluido su largo viaje de 5 años dispuesto a volver a vivir su vida normal.
Pero ya no era el mismo. Había crecido, y el cielo lo había convertido en uno de sus ciudadanos. Todo su cuerpo se había tornado de un tenue color celeste.
Anette lo odió y odió al cielo por lo que le había hecho su amigo. Ese no era el niño que recordaba, el niño del globo en la mano. Se negó a dirigirle la palabra, se negó a mirarlo.
Pero el cielo no abandona tan fácilmente a aquellos que forman parte de su mundo. El cielo es un agujero negro que se chupa a la gente que más quieres.
Así que Toby fue siendo cada vez más y más celeste hasta que se fusionó con el firmamento del mediodía.
Anette le rogó al cielo que le devolviera a su amigo, a su verdadero amigo, el niñito de piel morena que jugaba carreras con ella.
Pero ese niño no existía más, y Anette nunca pudo cambiar. Nunca soltó el globo de su mano.