La señorita Webber aún recuerda aquellos tiempos en los que solo era la pequeña Lizzie. Una chiquilla de 10 años, que, a pesar de estar entrando en la adolescencia, su aspecto no era muy diferente al de una niña. Era esbelta y delgada, de cabello negro como la tinta, y lacio y largo hasta las caderas. Sus ojos parecían dos confites de chocolate, y si la mirabas de cerca, encontrabas tres pecas en su nariz. No era mucho más que eso.
Tenía movimientos gráciles, y no era fea, pero tampoco podemos decir que era linda. Aún así, su presencia podía llenar una habitación.
Más o menos, así era Lizzie. Una niña audaz y atrevida, pero muy querida. De todas formas, ella vivía acomplejada con sus defectos físicos. Y esa era una inseguridad que no salía al aire hasta que se plantaba frente a los jueces de la liga de torneos de gimnasia artística.
Las primeras veces que fue a competir, se dirigió a su posición totalmente calmada y segura. Pero cuando el silbato sonaba indicando que debía comenzar, una fuerza sobrenatural la aplastaba contra el piso y le impedía moverse.
Tiempo después, cuando se dio cuenta de lo que significaba competir, ni siquiera llegaba a ponerse en su lugar ya que terminaba vomitando de los nervios.
Cada vez iba perdiendo más la confianza en si misma. Nunca había tenido problemas de pánico escénico, más bien todo lo contrario, a ella le gustaba mostrarse, y que los demás la miren.
Terminó sintiéndose desalentada, ya que sabía que nunca iba a poder mostrarle al mundo lo buena que era en ese deporte, y que su profesora, al ver sus problemas de ansiedad, había perdido totalmente el interés en ella.
Una tarde estaba en el bar del club donde practicaba gimnasia, tomando una bebida pues habían tenido una clase agotadora. Se le cayó una moneda debajo de la mesa y se agachó para recogerla.
Fue entonces cuando encontró el amuleto.
La cadena de este rodeaba un papel doblado. Lizzie agarró la moneda y luego, con mucha curiosidad, desdobló el papel. La nota decía:
“Para quien lo encuentre, que seguro lo utilizará mejor que yo”
Luego miró con atención el collar. Era sencillo, con una cadena dorada muy finita, y un pequeño dije de oro con unos dibujitos en negro no muy visibles.
Se lo puso y lo ocultó bajo sus ropas. La señorita Webber nunca olvidaría que en ese entonces tenía trece años.
Una semana más tarde, Lizzie compitió exitosamente, obteniendo el puntaje más alto de su categoría.
Desde entonces las cosas nunca volvieron a ser las mismas.
Actualmente, la señorita Elizabeth Webber tiene 87 años y posee muy buena salud (o al menos eso creen los médicos).
Fue campeona mundial de gimnasia artística, aunque nadie la recuerda por eso.
Tuvo una brillante carrera de periodista, fue cara de un noticiero y escribió cinco libros, los cuales tres fueron best seller, y tres recibieron algún otro premio. Se casó cuatro veces y las cuatro se divorció. No tuvo hijos.
La señorita Webber considera ese amuleto – y con razón – su amuleto de la suerte. Es un amuleto poderoso, y hay que saber utilizarlo si no quieres que ocurran catástrofes. Uno suele dejarse llevar por impulsos y terminar deseando cosas terribles. Pero si sabes utilizarlo, puedes llegar a ser la persona más dichosa del mundo.
Y la señorita Webber supo utilizarlo bastante bien.
Muy pocas veces anduvo sin su amuleto.
La primera vez se le cayó en el trabajo, y se dio cuenta inmediatamente. Se volvió loca buscándolo, ese día las cosas se le pusieron patas para arriba. Todo le salía mal. Lo encontró una de sus compañeras de trabajo, y se lo devolvió cuando se estaba yendo.
La segunda vez se le cayó en su casa, y no se dio cuenta hasta que, ese día, su jefe le preguntó una cuenta sencilla, y se percató de que el primer número que le venía a la cabeza no era el correcto.
Y es que ese amuleto le daba suerte, pero no fue gracias a la suerte que había superado su problema de ansiedad, si no que creía que con el amuleto encima nunca le pasaría nada malo.
La tercera vez que se lo sacó fue apenas hace unos años atrás. Se le salió mientras dormía. Automáticamente se despertó sintiendo que muchas cuchillas le cortaban la garganta y la respiración. Intentó hablar, y se dio cuenta que no pudo. Entonces se percató que no llevaba el collar puesto y lo buscó desesperadamente. En cuanto se lo puso sintió como le volvía el alma al cuerpo.
Fue ahí cuando comprendió que la única razón por la que seguía viva era gracias al amuleto, y que apenas se lo sacara correría peligro de muerte.
Pero lo que nunca supo fue el verdadero significado del amuleto, al menos no en su totalidad.
Ese no era un amuleto de la suerte, si no un amuleto de la vida, que alejaba a la muerte en todas sus formas y mantenía a su usuario feliz.
Pero, como dicen, mientras más grande seas, más larga y dolorosa será tu caída. Y es que el amuleto no te hacía inmortal. En algún momento, la muerte daría un golpe tan fuerte que destrozaría la magia de ese escudo, y haría de tu final – precisamente – algo largo y doloroso.
La señorita Webber nunca lo supo. Pero un día, estando sola (sola como estaba siempre) en su enorme casa, pensó en el pasado y sonrió.
Nunca había querido tener un hijo. La idea de cuidar a un niño no se le hacía nada tentadora. Y ahora era lo único de lo que se arrepentía.
Pensó que ya lo había hecho todo. Pensó que era inútil seguir con esta farsa, por que es una farsa llamar vida a ser una vieja solitaria y amargada en su enorme casa cuando habías tenido tan hermoso pasado. Entonces se quitó el amuleto.
Murió sin sentir ni siquiera una navaja en la garganta.
La vida y la muerte se conmovieron tanto al ver a esa vieja entregarse al nuevo mundo con los brazos abiertos, que cumplieron su último deseo.
El amuleto brillaba y se deformaba, iba creciendo y tomando la forma de un bebé.
Poco después, se escuchó el llanto de un niño.
El hijo de la señorita Webber, el señor de la vida y la muerte, había despertado.
Tenía movimientos gráciles, y no era fea, pero tampoco podemos decir que era linda. Aún así, su presencia podía llenar una habitación.
Más o menos, así era Lizzie. Una niña audaz y atrevida, pero muy querida. De todas formas, ella vivía acomplejada con sus defectos físicos. Y esa era una inseguridad que no salía al aire hasta que se plantaba frente a los jueces de la liga de torneos de gimnasia artística.
Las primeras veces que fue a competir, se dirigió a su posición totalmente calmada y segura. Pero cuando el silbato sonaba indicando que debía comenzar, una fuerza sobrenatural la aplastaba contra el piso y le impedía moverse.
Tiempo después, cuando se dio cuenta de lo que significaba competir, ni siquiera llegaba a ponerse en su lugar ya que terminaba vomitando de los nervios.
Cada vez iba perdiendo más la confianza en si misma. Nunca había tenido problemas de pánico escénico, más bien todo lo contrario, a ella le gustaba mostrarse, y que los demás la miren.
Terminó sintiéndose desalentada, ya que sabía que nunca iba a poder mostrarle al mundo lo buena que era en ese deporte, y que su profesora, al ver sus problemas de ansiedad, había perdido totalmente el interés en ella.
Una tarde estaba en el bar del club donde practicaba gimnasia, tomando una bebida pues habían tenido una clase agotadora. Se le cayó una moneda debajo de la mesa y se agachó para recogerla.
Fue entonces cuando encontró el amuleto.
La cadena de este rodeaba un papel doblado. Lizzie agarró la moneda y luego, con mucha curiosidad, desdobló el papel. La nota decía:
“Para quien lo encuentre, que seguro lo utilizará mejor que yo”
Luego miró con atención el collar. Era sencillo, con una cadena dorada muy finita, y un pequeño dije de oro con unos dibujitos en negro no muy visibles.
Se lo puso y lo ocultó bajo sus ropas. La señorita Webber nunca olvidaría que en ese entonces tenía trece años.
Una semana más tarde, Lizzie compitió exitosamente, obteniendo el puntaje más alto de su categoría.
Desde entonces las cosas nunca volvieron a ser las mismas.
Actualmente, la señorita Elizabeth Webber tiene 87 años y posee muy buena salud (o al menos eso creen los médicos).
Fue campeona mundial de gimnasia artística, aunque nadie la recuerda por eso.
Tuvo una brillante carrera de periodista, fue cara de un noticiero y escribió cinco libros, los cuales tres fueron best seller, y tres recibieron algún otro premio. Se casó cuatro veces y las cuatro se divorció. No tuvo hijos.
La señorita Webber considera ese amuleto – y con razón – su amuleto de la suerte. Es un amuleto poderoso, y hay que saber utilizarlo si no quieres que ocurran catástrofes. Uno suele dejarse llevar por impulsos y terminar deseando cosas terribles. Pero si sabes utilizarlo, puedes llegar a ser la persona más dichosa del mundo.
Y la señorita Webber supo utilizarlo bastante bien.
Muy pocas veces anduvo sin su amuleto.
La primera vez se le cayó en el trabajo, y se dio cuenta inmediatamente. Se volvió loca buscándolo, ese día las cosas se le pusieron patas para arriba. Todo le salía mal. Lo encontró una de sus compañeras de trabajo, y se lo devolvió cuando se estaba yendo.
La segunda vez se le cayó en su casa, y no se dio cuenta hasta que, ese día, su jefe le preguntó una cuenta sencilla, y se percató de que el primer número que le venía a la cabeza no era el correcto.
Y es que ese amuleto le daba suerte, pero no fue gracias a la suerte que había superado su problema de ansiedad, si no que creía que con el amuleto encima nunca le pasaría nada malo.
La tercera vez que se lo sacó fue apenas hace unos años atrás. Se le salió mientras dormía. Automáticamente se despertó sintiendo que muchas cuchillas le cortaban la garganta y la respiración. Intentó hablar, y se dio cuenta que no pudo. Entonces se percató que no llevaba el collar puesto y lo buscó desesperadamente. En cuanto se lo puso sintió como le volvía el alma al cuerpo.
Fue ahí cuando comprendió que la única razón por la que seguía viva era gracias al amuleto, y que apenas se lo sacara correría peligro de muerte.
Pero lo que nunca supo fue el verdadero significado del amuleto, al menos no en su totalidad.
Ese no era un amuleto de la suerte, si no un amuleto de la vida, que alejaba a la muerte en todas sus formas y mantenía a su usuario feliz.
Pero, como dicen, mientras más grande seas, más larga y dolorosa será tu caída. Y es que el amuleto no te hacía inmortal. En algún momento, la muerte daría un golpe tan fuerte que destrozaría la magia de ese escudo, y haría de tu final – precisamente – algo largo y doloroso.
La señorita Webber nunca lo supo. Pero un día, estando sola (sola como estaba siempre) en su enorme casa, pensó en el pasado y sonrió.
Nunca había querido tener un hijo. La idea de cuidar a un niño no se le hacía nada tentadora. Y ahora era lo único de lo que se arrepentía.
Pensó que ya lo había hecho todo. Pensó que era inútil seguir con esta farsa, por que es una farsa llamar vida a ser una vieja solitaria y amargada en su enorme casa cuando habías tenido tan hermoso pasado. Entonces se quitó el amuleto.
Murió sin sentir ni siquiera una navaja en la garganta.
La vida y la muerte se conmovieron tanto al ver a esa vieja entregarse al nuevo mundo con los brazos abiertos, que cumplieron su último deseo.
El amuleto brillaba y se deformaba, iba creciendo y tomando la forma de un bebé.
Poco después, se escuchó el llanto de un niño.
El hijo de la señorita Webber, el señor de la vida y la muerte, había despertado.