El prado estaba lleno de gente.
La Princesa, el Ángel, la Hechicera.
Habían aparecido en ese orden, todas por un motivo distinto, y estaban dispuestas a quedarse.
Azul no pensaba que eso estuviera mal, pero aún no terminaba de conocerlas. No sabía a ciencia cierta si podía confiar en ellas, ni si quiera sabía si aguantarían mucho tiempo juntas sin que estallara alguna especie de pelea.
A Azul no le gustaban las peleas. La hacían sentir confusa, nunca sabía de que lado ponerse. Azul no creía en el bien y el mal, por lo tanto siempre le era imposible escoger un bando. Creía que todo el mundo debería seguir su camino, encargarse de sus problemas y punto.
Pero lo que más le irritaban a Azul eran las peleas sin sentido. Esas peleas cuyos participantes intentaban demostrar cual color era el más bonito, o cual flor olía mejor. Peleas por estupideces que llevaban a que ambos contrincantes terminaran diciéndose las cosas más horribles del mundo. Peleas que nunca terminarían, pues desde el principio ambos sabían que no lograrían hacer cambiar de opinión al otro, pero que aún así las comenzaban, por que les encantaba mostrar su punto de vista.
Ese tipo de peleas ponían a Azul nerviosa, más que nada por que le producían vergüenza ajena.
Esa manía era una de las tantas que había heredado de su madre, que desde pequeña le habían enseñado a que una integrante de la realeza siempre debía apreciar la paz.
Por todo eso, Azul estaba inquieta.
No es que hubiera peleas entre sus compañeras, más bien ellas intentaban hacer todo lo posible para llevarse bien. Pero la inminente posibilidad de que algo malo ocurriera habiendo tanta gente junta, a Azul no dejaba de molestarla.
Necesitaba un respiro, necesitaba otra vez la soledad, necesitaba a sus amigos imaginarios de vuelta.
Una tarde, mientras todas estaban muy ocupadas, salió a caminar.
Caminó mucho. Ni siquiera reparaba en el cansancio de sus propios pies, solo podía pensar en huir.
No fue una gran coincidencia que se volviera a encontrar con el árbol. Tenía acostumbrado ese camino, ya lo había hecho muchas veces. Y además ¿A dónde iría si no? No había absolutamente nada que fuera cercano a los prados.
Pero en realidad, Azul intentaba evitar a ese árbol. No por alguna razón en especial, solo temía que le recordara a su padre. Temía qué, al ver al árbol, un profundo arrepentimiento e incontrolables ganas de ver a su progenitor crecieran dentro de ella, y volviera corriendo al Reino de las Hadas.
Por que Azul no había escapado a causa de sus padres. Azul los quería mucho. Y los extrañaba.
Sin embargo, había huido…
¿Por qué lo había hecho? Ahora todo le resultaba tan confuso…
Azul se sentó en una de las raíces del árbol para descansar. Solo había tenido que detenerse para descubrir lo cansada que se encontraba.
Y mientras relajaba las piernas una idea se apoderó de ella.
Tal vez debía mirar al árbol. Debía mirarlo para asegurarse de haber hecho lo correcto. Para averiguar si era lo suficientemente fuerte como para soportar una vida sin sus padres, o si era mejor volver a casa.
Y entonces, lentamente, fue girando la cabeza para poder ver al árbol en todo su esplendor.
Al principio no pasó nada. Solo era un árbol, y, en opinión de Azul, no se parecía en nada a su padre.
Pero se detuvo unos segundos en observarlo con detenimiento. La fuerza de sus raíces, la seguridad con la que alzaba sus múltiples brazos, el colorido de sus hojas a la luz del mediodía. Sus pequeñas e infinitas arrugas que lo plegaban en un millón de marcas y dibujos, y la sombra que producía, tan irregular y tan pacífica…
Azul no pudo evitarlo. Vio en él realizados todos sus sueños, y cada cosa nueva que le descubría le parecía aún más maravillosa. Se enamoró de él, o al menos tanto como un hada se puede enamorar de un árbol mudo e inexpresivo.
Y en un impulso repentino se abrazó al él con fuerza, creyendo que así se anclaba para siempre a su sombra pacífica, a su profunda sabiduría, a su piel llena de dibujos, a su inquebrantable seguridad… Y en ese instante, perdió la noción de sí misma.
Azul ignoraba lo frágil que era su propio cuerpo. La mayoría de los seres vivos lo ignoramos. Si uno se lo pone a pensar, se da cuenta de que para que algo tenga vida es necesario que un montón de mecanismos imperfectos funcionen. Y apenas falla uno, ya es demasiado tarde.
El cuerpo de Azul estaba muy fusionado con su propio elemento. Era un cuerpo acuoso y sin forma propia. Un cuerpo que, casi inconcientemente, tomaba la forma de un hada flacucha y con cara aniñada. Pero era un cuerpo formado por agua. Un cuerpo que, prácticamente, podía cambiar a su antojo.
Eso tampoco lo sabían ni el Ángel, ni la Princesa, ni la Hechicera.
Pero ellas no tardaron en percatarse de la ausencia del hada. Y, preocupadas, la fueron a buscar.
No tardaron mucho en encontrarla, ya que no había mucho lugar donde buscar, pero ese no fue el principal problema.
La encontraron, como era de suponerse, abrazada al árbol.
- Azul, ¿qué haces?- Había exclamado la Princesa de las Flores.
Azul le respondió con un grito.
Y es que el árbol acababa de percatarse de que aquello que lo estaba abrazando era un cuerpo acuoso y sin forma.
Los árboles se alimentan de agua y sol para sobrevivir.
Y hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de regar a aquel árbol solitario.
Entonces, el árbol comenzó succionar a Azul, alimentándose de su cuerpo de agua.
Azul no sabía que hacer. Gritaba, pataleaba, concentraba todos sus esfuerzos en escaparse. Pero no había escapatoria.
Fue succionada lentamente hasta que la tragó por completo. Las demás no sabían que hacer, no acababan de entender lo que había ocurrido.
- ¿y ahora? – Se animó preguntar el Ángel con un hilo de voz.- ¿Qué pasó? no habrá… muerto, ¿verdad?
- No. – Respondió la Princesa, muy segura. – No murió.
Y dicho esto, se acercó al árbol con decisión.
- ¡Azul! ¿Estás ahí? – Le gritó al tronco. Las demás la miraban, estupefactas.
- Tengo miedo… - Respondió Azul con una vocecita.
Azul se encontraba nada menos que en el interior del árbol. Estaba muy nerviosa y no dejaba de temblar.
Pero la Princesa sabía que hacer. Ese era su poder, ella entendía a los árboles y a todo tipo de plantas.
- Necesito que te relajes. – Le dijo a Azul.
- No puedo. – respondió ella, sinceramente.
- ¡Tienes que hacer el esfuerzo! ¡Sino no lograré sacarte!
Azul respiró hondo, e intentó dejar inerte cada parte de su cuerpo.
-Está bien. – dijo ahora, más tranquila.
- Muy bien. – dijo la Princesa, mientras apoyaba una mano sobre el tronco. – Ahora, cuando sientas el impulso, haz todo lo que puedas para ir hacia arriba, ¿entiendes?
- ¿Hacia…?- Preguntó ella, extrañada.
- ¡Ahora!- Exclamó la Princesa, y Azul no tuvo tiempo para atinar a nada.
Fue una sensación hermosa.
Una repentina fuerza la empujó hacia arriba y ella navegó por el tronco, mezclándose con la sabia. Y cuando llegó arriba, todo su cuerpo se dividió en pequeñas partículas de agua que salieron disparadas por las distintas ramas del árbol. Y cuando flotaba en el aire, cada gota se encontró para formar de nuevo a una Azul que ya no estaba nerviosa, ni asustada, sino radiante de felicidad.
Hasta la Princesa se sentía sorprendida por lo que ella misma había hecho.
Había descubierto la fuerza de su propio poder, y algo dentro suyo tiraba y pedía salir a gritos. Era la magia de la vida y del perfume hipnotizante del polen.
De un momento a otro, Azul descubrió que su prado estaba lleno de flores.
La Princesa, el Ángel, la Hechicera.
Habían aparecido en ese orden, todas por un motivo distinto, y estaban dispuestas a quedarse.
Azul no pensaba que eso estuviera mal, pero aún no terminaba de conocerlas. No sabía a ciencia cierta si podía confiar en ellas, ni si quiera sabía si aguantarían mucho tiempo juntas sin que estallara alguna especie de pelea.
A Azul no le gustaban las peleas. La hacían sentir confusa, nunca sabía de que lado ponerse. Azul no creía en el bien y el mal, por lo tanto siempre le era imposible escoger un bando. Creía que todo el mundo debería seguir su camino, encargarse de sus problemas y punto.
Pero lo que más le irritaban a Azul eran las peleas sin sentido. Esas peleas cuyos participantes intentaban demostrar cual color era el más bonito, o cual flor olía mejor. Peleas por estupideces que llevaban a que ambos contrincantes terminaran diciéndose las cosas más horribles del mundo. Peleas que nunca terminarían, pues desde el principio ambos sabían que no lograrían hacer cambiar de opinión al otro, pero que aún así las comenzaban, por que les encantaba mostrar su punto de vista.
Ese tipo de peleas ponían a Azul nerviosa, más que nada por que le producían vergüenza ajena.
Esa manía era una de las tantas que había heredado de su madre, que desde pequeña le habían enseñado a que una integrante de la realeza siempre debía apreciar la paz.
Por todo eso, Azul estaba inquieta.
No es que hubiera peleas entre sus compañeras, más bien ellas intentaban hacer todo lo posible para llevarse bien. Pero la inminente posibilidad de que algo malo ocurriera habiendo tanta gente junta, a Azul no dejaba de molestarla.
Necesitaba un respiro, necesitaba otra vez la soledad, necesitaba a sus amigos imaginarios de vuelta.
Una tarde, mientras todas estaban muy ocupadas, salió a caminar.
Caminó mucho. Ni siquiera reparaba en el cansancio de sus propios pies, solo podía pensar en huir.
No fue una gran coincidencia que se volviera a encontrar con el árbol. Tenía acostumbrado ese camino, ya lo había hecho muchas veces. Y además ¿A dónde iría si no? No había absolutamente nada que fuera cercano a los prados.
Pero en realidad, Azul intentaba evitar a ese árbol. No por alguna razón en especial, solo temía que le recordara a su padre. Temía qué, al ver al árbol, un profundo arrepentimiento e incontrolables ganas de ver a su progenitor crecieran dentro de ella, y volviera corriendo al Reino de las Hadas.
Por que Azul no había escapado a causa de sus padres. Azul los quería mucho. Y los extrañaba.
Sin embargo, había huido…
¿Por qué lo había hecho? Ahora todo le resultaba tan confuso…
Azul se sentó en una de las raíces del árbol para descansar. Solo había tenido que detenerse para descubrir lo cansada que se encontraba.
Y mientras relajaba las piernas una idea se apoderó de ella.
Tal vez debía mirar al árbol. Debía mirarlo para asegurarse de haber hecho lo correcto. Para averiguar si era lo suficientemente fuerte como para soportar una vida sin sus padres, o si era mejor volver a casa.
Y entonces, lentamente, fue girando la cabeza para poder ver al árbol en todo su esplendor.
Al principio no pasó nada. Solo era un árbol, y, en opinión de Azul, no se parecía en nada a su padre.
Pero se detuvo unos segundos en observarlo con detenimiento. La fuerza de sus raíces, la seguridad con la que alzaba sus múltiples brazos, el colorido de sus hojas a la luz del mediodía. Sus pequeñas e infinitas arrugas que lo plegaban en un millón de marcas y dibujos, y la sombra que producía, tan irregular y tan pacífica…
Azul no pudo evitarlo. Vio en él realizados todos sus sueños, y cada cosa nueva que le descubría le parecía aún más maravillosa. Se enamoró de él, o al menos tanto como un hada se puede enamorar de un árbol mudo e inexpresivo.
Y en un impulso repentino se abrazó al él con fuerza, creyendo que así se anclaba para siempre a su sombra pacífica, a su profunda sabiduría, a su piel llena de dibujos, a su inquebrantable seguridad… Y en ese instante, perdió la noción de sí misma.
Azul ignoraba lo frágil que era su propio cuerpo. La mayoría de los seres vivos lo ignoramos. Si uno se lo pone a pensar, se da cuenta de que para que algo tenga vida es necesario que un montón de mecanismos imperfectos funcionen. Y apenas falla uno, ya es demasiado tarde.
El cuerpo de Azul estaba muy fusionado con su propio elemento. Era un cuerpo acuoso y sin forma propia. Un cuerpo que, casi inconcientemente, tomaba la forma de un hada flacucha y con cara aniñada. Pero era un cuerpo formado por agua. Un cuerpo que, prácticamente, podía cambiar a su antojo.
Eso tampoco lo sabían ni el Ángel, ni la Princesa, ni la Hechicera.
Pero ellas no tardaron en percatarse de la ausencia del hada. Y, preocupadas, la fueron a buscar.
No tardaron mucho en encontrarla, ya que no había mucho lugar donde buscar, pero ese no fue el principal problema.
La encontraron, como era de suponerse, abrazada al árbol.
- Azul, ¿qué haces?- Había exclamado la Princesa de las Flores.
Azul le respondió con un grito.
Y es que el árbol acababa de percatarse de que aquello que lo estaba abrazando era un cuerpo acuoso y sin forma.
Los árboles se alimentan de agua y sol para sobrevivir.
Y hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de regar a aquel árbol solitario.
Entonces, el árbol comenzó succionar a Azul, alimentándose de su cuerpo de agua.
Azul no sabía que hacer. Gritaba, pataleaba, concentraba todos sus esfuerzos en escaparse. Pero no había escapatoria.
Fue succionada lentamente hasta que la tragó por completo. Las demás no sabían que hacer, no acababan de entender lo que había ocurrido.
- ¿y ahora? – Se animó preguntar el Ángel con un hilo de voz.- ¿Qué pasó? no habrá… muerto, ¿verdad?
- No. – Respondió la Princesa, muy segura. – No murió.
Y dicho esto, se acercó al árbol con decisión.
- ¡Azul! ¿Estás ahí? – Le gritó al tronco. Las demás la miraban, estupefactas.
- Tengo miedo… - Respondió Azul con una vocecita.
Azul se encontraba nada menos que en el interior del árbol. Estaba muy nerviosa y no dejaba de temblar.
Pero la Princesa sabía que hacer. Ese era su poder, ella entendía a los árboles y a todo tipo de plantas.
- Necesito que te relajes. – Le dijo a Azul.
- No puedo. – respondió ella, sinceramente.
- ¡Tienes que hacer el esfuerzo! ¡Sino no lograré sacarte!
Azul respiró hondo, e intentó dejar inerte cada parte de su cuerpo.
-Está bien. – dijo ahora, más tranquila.
- Muy bien. – dijo la Princesa, mientras apoyaba una mano sobre el tronco. – Ahora, cuando sientas el impulso, haz todo lo que puedas para ir hacia arriba, ¿entiendes?
- ¿Hacia…?- Preguntó ella, extrañada.
- ¡Ahora!- Exclamó la Princesa, y Azul no tuvo tiempo para atinar a nada.
Fue una sensación hermosa.
Una repentina fuerza la empujó hacia arriba y ella navegó por el tronco, mezclándose con la sabia. Y cuando llegó arriba, todo su cuerpo se dividió en pequeñas partículas de agua que salieron disparadas por las distintas ramas del árbol. Y cuando flotaba en el aire, cada gota se encontró para formar de nuevo a una Azul que ya no estaba nerviosa, ni asustada, sino radiante de felicidad.
Hasta la Princesa se sentía sorprendida por lo que ella misma había hecho.
Había descubierto la fuerza de su propio poder, y algo dentro suyo tiraba y pedía salir a gritos. Era la magia de la vida y del perfume hipnotizante del polen.
De un momento a otro, Azul descubrió que su prado estaba lleno de flores.