La Ley de los contrarios de Livra aseguraba que, cuando un ser es capaz de dominar cualquier clase de poder, también es capaz de de mantener a la raya al contrario de este, por lo tanto, también puede dominarlo.
El ejemplo perfecto está en la luz y la oscuridad. Donde no hay luz hay oscuridad, por eso es que si alguien sabe crear luz de la nada, en cierta forma también sabe hacer desaparecer la oscuridad. Y consecuentemente, tiene control sobre ambas partes.
Esta regla se aplicaba a cada una de las habitantes del prado, aunque no todas estaban muy concientes de ello.
Azul era capaz de manejar todo lo húmedo. El agua de los lagos, los fluidos corporales, y hasta su propio cuerpo. Pero aún así, también tenía control sobre las brisas áridas que venían de vaya uno a saber dónde, que poblaban sus oídos con historias de mundos desconocidos, con los cuales nutriría su civilización imaginaria, si es que aún existiera.
La Princesa sabía como crear vida de la nada, conocía sus secretos y su insólita chispa, esa que hacía que un montón de mundanos órganos se pusieran en movimiento. Pero también poseía los secretos de la muerte y el de los mundos celestiales, y sabía como hacer que la chipa de la vida desapareciera sin dejar rastro alguno. Era algo de lo que ni ella misma estaba enterada, y era un poder que tenía escondido en lo más profundo y oscuro de su alma, enredado en una jaula de enredaderas.
Pero el caso del Ángel era diferente. Pues… ¿Cuál era exactamente su poder? Ella era un ángel, no un hada, algo que últimamente se le estaba olvidando. Los ángeles, normalmente, no tienen ningún poder especial que no tengan sus pares. Sí tienen unas grandes alas de plumas blancas, bien fuertes y muy útiles a la hora de volar a grandes alturas y distancias. Sí tienen increíbles dotes para la lucha, y también poseen una presencia casi tan frágil como el cristal, que les permite desvanecerse en los momentos oportunos.
Pero ella, ella tenía una locura de fuego desatada en el fondo de su corazón, un fuego que le había costado su hogar y a que a veces le era muy difícil mantener bajo control.
¿La Ley de los Contrarios se aplicaba también a su locura? En ese caso… ¿Cuál era su poder? ¿El fuego? ¿La destrucción? ¿La… calidez?
Le costaba ser la distinta, aunque nadie se daba cuenta de ello.
El Ángel tenía la costumbre de hacer de cuenta que todo andaba bien, incluso cuando el fuego de su corazón amenazaba con destruir sus entrañas. Su alegría siempre era contagiosa, nadie podía sentirse mal mientras estaban al resguardo de sus cabellos dorados. Era por eso que todas las habitantes del prado deseaban tenerla cerca, incluida la Hechicera.
La felicidad era algo que nadie podía reprochar.
Sólo Azul la había visto llorar. Fue únicamente en dos ocasiones, y aún así le habían parecido tan extrañas que no pudo olvidarlas.
El Ángel padecía inquietudes propias de su especie.
Sentía que los mundos celestiales tiraban de ella, la llamaban. Pero ya no podía volver a esos cielos inmaculados, porque ella misma no era inmaculada.
Últimamente observaba a sus amigas y se le hacía más difícil divisar la línea del bien y el mal, y se preguntaba si ella estaría cometiendo más errores de los que debería.
Todo se le había vuelto tan confuso…
Y todo había empezado cuando la fuerza de su corazón se desbordó, revelando las propiedades sulfúricas del infierno.
El fuego era algo prohibido en el Reino de los Cielos. Les recordaba a su más temido enemigo.
Y ahora ella misma ya no sabía si era un ángel, o un demonio, o si realmente había lugar para un ser tan extraño como ella.
Por eso fue en busca de los seres más neutrales que conocía: Las hadas, a la espera de que la comprendieran.
Ya no sabía si había hecho lo correcto o no, por que las conductas de las hadas la confundían. Ellas no actuaban bajo ningún reglamento, sino según la libertad que les permitían sus alas.
No temían al castigo eterno del infierno, ni entendían la obsesión de la perfección.
Esas actitudes chocaban con sus costumbres angélicas.
Y le dolía estar lejos de su hogar, le dolía ser tan imperfecta.
Por eso, cuando la necesidad tiraba demasiado fuerte, alzaba vuelo y se alejaba de sus compañeras. Pero ya no tenía el poder de volar tan alto, ni de tocar las nubes con las manos. Ya no…
Azul estaba acostumbrada a que sus compañeras desaparecieran de vez en cuando. Cada una tenía sus problemas, sus caprichos… hasta ella misma se ausentaba a veces, con la intención de no desacostumbrarse mucho de la soledad, pues al fin y al cabo, ella es realmente quien nunca te va a abandonar…
Por eso no se preocupaba si el Ángel se iba.
Lo que realmente le preocupaban eran los momentos en los que su alegría comenzaba a flaquear de forma misteriosa, y en sus ojos se notaba una duda repentina, una duda que recordaba al miedo y a la tristeza. Eran momentos muy fugaces, pero aún así altamente inquietantes.
No sabía por que le preocupaba tanto. Había algo extraño en esa niña.
La verdad era que el Ángel había sido prácticamente su fuente de felicidad en los últimos días. Ella era la razón por la que no estallaban peleas y ninguna enloquecía. No era algo muy bueno que aquella fuente alegría corriera peligro. Era lógico estar preocupado.
Una de esas tardes que el Ángel se marchó, Azul salió a buscarla porque sabía que se había puesto a llorar otra vez. Azul conocía el arte de las lágrimas. Eran, también, parte de su poder.
Mientras buscaba al Ángel encontró un rastro de pasto chamuscado. Y cenizas. Muchas cenizas.
Pensó que aquello no era una buena señal, aunque no estaba del todo segura. No sabía que era lo que producía el desborde de fuego en su corazón.
Luego de unos largos minutos, la encontró flotando unos centímetros arriba del pasto chamuscado. No lloraba, pero tenía la cara roja. Cerraba los ojos, lo cual daba a suponer que estaba reflexionando sobre algo, pero al mismo tiempo se abrazaba con las manos, como si quisiera protegerse. El viento enredaba su largo cabello.
Azul la miró un rato, pero no se acercó. Siempre ocurría lo mismo. Por un lado, tenía ganas de ir a consolarla, pero por otro tenía miedo de ser rechazada, y tampoco estaba muy segura de querer cargar con los problemas de los demás.
Azul no hizo nada, pero el Ángel habló.
No supo que fue lo que la motivó a hacerlo, ni cuando comenzó, pero de un momento a otro el Ángel estaba hablando.
Le contó de su vida en el Mundo Celestial. Le contó de quienes la criaron. Sus padres.
Le contó de su fuego desatado en el corazón, le contó que fue desterrada por eso. Le contó de sus imperfecciones, de su miedo a ser un demonio. Le contó que el fuego lo había heredado de una maldición que había recibido su padre, una maldición que poco a poco incendiaba sus órganos internos. Le contó que nadie sabía de aquello a causa del orgullo. Que sus padres le habían prohibido que hablara por el orgullo. Que todos tenían algo que acarrear de sus progenitores, y lo que a ella le tocaba era el orgullo, el maldito orgullo de ser un inmaculado y perfecto ciudadano del Cielo. Pero ella no era inmaculada. No lo era.
Azul no sabía si escuchaba, o si aquello que perforaba sus oídos no era más que un zumbido distorsionado por su propia imaginación. Pero aunque la otra hablaba, y ella no estaba del todo segura de comprender el significado de sus palabras, una angustia que mutaba a desesperación fue creciendo dentro de ella.
Se dio cuenta de que se había equivocado, que no debía de haber ido a buscar al Ángel.
Porque no se había dado cuenta de que la quería.
De que necesitaba su felicidad para ser feliz. Y ella no se veía nada feliz.
Azul nunca se había interesado en buscar la verdadera amistad, esa que no solo significa un deber, si no también un sacrificio que uno debía de entregar sin que este le molestase.
Pero Azul no estaba lista para hacer una amiga ¡No lo estaba!
Porque se sintió horriblemente culpable cuando vio al Ángel llorar, y ella odiaba el sufrimiento, el sufrimiento de cualquier tipo.
El Ángel seguía confesando sus miedos y sus penurias. “¡para ya!” Quería gritar Azul, pero estaba clavada en la más absoluta inmovilidad.
Le parecía imposible que una persona pudiera tener que cargar con tantas cosas, y más aún el hecho de que rara vez se notaba su tristeza.
Por un momento, pudo odiarla con todas sus fuerzas. Odió su naturaleza expansiva de sentimientos, porque ahora podía sentir como las penas del Ángel traspasaban su cuerpo hasta llegar a su corazón y hacer un nudo en su garganta.
Y de golpe, como si el torrente de sensaciones que vivía en ese momento no fuera suficiente, se dio cuenta de otra cosa.
Las lágrimas del Ángel, que resbalaban por sus cachetes y caían al maltratado pasto, revivían la hierba muerta.
Eso hizo que Azul se sorprendiera, olvidando su odio y su angustia compartida.
La ley de los contrarios de Livra…
El Ángel tenía la capacidad de sanar aquello que había destruido. Tenía la capacidad de entristecer a aquello que había alegrado.
¿Qué importaba si era un ángel, un hada o un demonio?
Si la Ley de los contrarios de Livra se aplicaba a todo… ¿Por qué agua y fuego no podían ser amigas?
Azul no había dicho nada, aunque deseaba con todas su fuerzas que la confesión del Ángel acabara.
Él Ángel no se percató de su odio repentino, pero supo apreciar su escucha silenciosa.
Volvieron con las demás en silencio, y nunca más tocaron los temas que al Ángel le preocupaban.
Pero aquel momento las marcó a ambas, haciendo que su amistad sea solo un poco más sólida que antes.
Cada vez que Azul y el Ángel se reían por alguna trivialidad, el hada no podía evitar sentirse un poco culpable.
Culpable porque ella intuía que, casi sin pensarlo, escondía cosas importantes.
El Ángel, a pesar de todo, había tenido la valentía de desahogarse, de darle un respiro a su alma.
¿No iba siendo hora de que Azul hiciera lo mismo?
El ejemplo perfecto está en la luz y la oscuridad. Donde no hay luz hay oscuridad, por eso es que si alguien sabe crear luz de la nada, en cierta forma también sabe hacer desaparecer la oscuridad. Y consecuentemente, tiene control sobre ambas partes.
Esta regla se aplicaba a cada una de las habitantes del prado, aunque no todas estaban muy concientes de ello.
Azul era capaz de manejar todo lo húmedo. El agua de los lagos, los fluidos corporales, y hasta su propio cuerpo. Pero aún así, también tenía control sobre las brisas áridas que venían de vaya uno a saber dónde, que poblaban sus oídos con historias de mundos desconocidos, con los cuales nutriría su civilización imaginaria, si es que aún existiera.
La Princesa sabía como crear vida de la nada, conocía sus secretos y su insólita chispa, esa que hacía que un montón de mundanos órganos se pusieran en movimiento. Pero también poseía los secretos de la muerte y el de los mundos celestiales, y sabía como hacer que la chipa de la vida desapareciera sin dejar rastro alguno. Era algo de lo que ni ella misma estaba enterada, y era un poder que tenía escondido en lo más profundo y oscuro de su alma, enredado en una jaula de enredaderas.
Pero el caso del Ángel era diferente. Pues… ¿Cuál era exactamente su poder? Ella era un ángel, no un hada, algo que últimamente se le estaba olvidando. Los ángeles, normalmente, no tienen ningún poder especial que no tengan sus pares. Sí tienen unas grandes alas de plumas blancas, bien fuertes y muy útiles a la hora de volar a grandes alturas y distancias. Sí tienen increíbles dotes para la lucha, y también poseen una presencia casi tan frágil como el cristal, que les permite desvanecerse en los momentos oportunos.
Pero ella, ella tenía una locura de fuego desatada en el fondo de su corazón, un fuego que le había costado su hogar y a que a veces le era muy difícil mantener bajo control.
¿La Ley de los Contrarios se aplicaba también a su locura? En ese caso… ¿Cuál era su poder? ¿El fuego? ¿La destrucción? ¿La… calidez?
Le costaba ser la distinta, aunque nadie se daba cuenta de ello.
El Ángel tenía la costumbre de hacer de cuenta que todo andaba bien, incluso cuando el fuego de su corazón amenazaba con destruir sus entrañas. Su alegría siempre era contagiosa, nadie podía sentirse mal mientras estaban al resguardo de sus cabellos dorados. Era por eso que todas las habitantes del prado deseaban tenerla cerca, incluida la Hechicera.
La felicidad era algo que nadie podía reprochar.
Sólo Azul la había visto llorar. Fue únicamente en dos ocasiones, y aún así le habían parecido tan extrañas que no pudo olvidarlas.
El Ángel padecía inquietudes propias de su especie.
Sentía que los mundos celestiales tiraban de ella, la llamaban. Pero ya no podía volver a esos cielos inmaculados, porque ella misma no era inmaculada.
Últimamente observaba a sus amigas y se le hacía más difícil divisar la línea del bien y el mal, y se preguntaba si ella estaría cometiendo más errores de los que debería.
Todo se le había vuelto tan confuso…
Y todo había empezado cuando la fuerza de su corazón se desbordó, revelando las propiedades sulfúricas del infierno.
El fuego era algo prohibido en el Reino de los Cielos. Les recordaba a su más temido enemigo.
Y ahora ella misma ya no sabía si era un ángel, o un demonio, o si realmente había lugar para un ser tan extraño como ella.
Por eso fue en busca de los seres más neutrales que conocía: Las hadas, a la espera de que la comprendieran.
Ya no sabía si había hecho lo correcto o no, por que las conductas de las hadas la confundían. Ellas no actuaban bajo ningún reglamento, sino según la libertad que les permitían sus alas.
No temían al castigo eterno del infierno, ni entendían la obsesión de la perfección.
Esas actitudes chocaban con sus costumbres angélicas.
Y le dolía estar lejos de su hogar, le dolía ser tan imperfecta.
Por eso, cuando la necesidad tiraba demasiado fuerte, alzaba vuelo y se alejaba de sus compañeras. Pero ya no tenía el poder de volar tan alto, ni de tocar las nubes con las manos. Ya no…
Azul estaba acostumbrada a que sus compañeras desaparecieran de vez en cuando. Cada una tenía sus problemas, sus caprichos… hasta ella misma se ausentaba a veces, con la intención de no desacostumbrarse mucho de la soledad, pues al fin y al cabo, ella es realmente quien nunca te va a abandonar…
Por eso no se preocupaba si el Ángel se iba.
Lo que realmente le preocupaban eran los momentos en los que su alegría comenzaba a flaquear de forma misteriosa, y en sus ojos se notaba una duda repentina, una duda que recordaba al miedo y a la tristeza. Eran momentos muy fugaces, pero aún así altamente inquietantes.
No sabía por que le preocupaba tanto. Había algo extraño en esa niña.
La verdad era que el Ángel había sido prácticamente su fuente de felicidad en los últimos días. Ella era la razón por la que no estallaban peleas y ninguna enloquecía. No era algo muy bueno que aquella fuente alegría corriera peligro. Era lógico estar preocupado.
Una de esas tardes que el Ángel se marchó, Azul salió a buscarla porque sabía que se había puesto a llorar otra vez. Azul conocía el arte de las lágrimas. Eran, también, parte de su poder.
Mientras buscaba al Ángel encontró un rastro de pasto chamuscado. Y cenizas. Muchas cenizas.
Pensó que aquello no era una buena señal, aunque no estaba del todo segura. No sabía que era lo que producía el desborde de fuego en su corazón.
Luego de unos largos minutos, la encontró flotando unos centímetros arriba del pasto chamuscado. No lloraba, pero tenía la cara roja. Cerraba los ojos, lo cual daba a suponer que estaba reflexionando sobre algo, pero al mismo tiempo se abrazaba con las manos, como si quisiera protegerse. El viento enredaba su largo cabello.
Azul la miró un rato, pero no se acercó. Siempre ocurría lo mismo. Por un lado, tenía ganas de ir a consolarla, pero por otro tenía miedo de ser rechazada, y tampoco estaba muy segura de querer cargar con los problemas de los demás.
Azul no hizo nada, pero el Ángel habló.
No supo que fue lo que la motivó a hacerlo, ni cuando comenzó, pero de un momento a otro el Ángel estaba hablando.
Le contó de su vida en el Mundo Celestial. Le contó de quienes la criaron. Sus padres.
Le contó de su fuego desatado en el corazón, le contó que fue desterrada por eso. Le contó de sus imperfecciones, de su miedo a ser un demonio. Le contó que el fuego lo había heredado de una maldición que había recibido su padre, una maldición que poco a poco incendiaba sus órganos internos. Le contó que nadie sabía de aquello a causa del orgullo. Que sus padres le habían prohibido que hablara por el orgullo. Que todos tenían algo que acarrear de sus progenitores, y lo que a ella le tocaba era el orgullo, el maldito orgullo de ser un inmaculado y perfecto ciudadano del Cielo. Pero ella no era inmaculada. No lo era.
Azul no sabía si escuchaba, o si aquello que perforaba sus oídos no era más que un zumbido distorsionado por su propia imaginación. Pero aunque la otra hablaba, y ella no estaba del todo segura de comprender el significado de sus palabras, una angustia que mutaba a desesperación fue creciendo dentro de ella.
Se dio cuenta de que se había equivocado, que no debía de haber ido a buscar al Ángel.
Porque no se había dado cuenta de que la quería.
De que necesitaba su felicidad para ser feliz. Y ella no se veía nada feliz.
Azul nunca se había interesado en buscar la verdadera amistad, esa que no solo significa un deber, si no también un sacrificio que uno debía de entregar sin que este le molestase.
Pero Azul no estaba lista para hacer una amiga ¡No lo estaba!
Porque se sintió horriblemente culpable cuando vio al Ángel llorar, y ella odiaba el sufrimiento, el sufrimiento de cualquier tipo.
El Ángel seguía confesando sus miedos y sus penurias. “¡para ya!” Quería gritar Azul, pero estaba clavada en la más absoluta inmovilidad.
Le parecía imposible que una persona pudiera tener que cargar con tantas cosas, y más aún el hecho de que rara vez se notaba su tristeza.
Por un momento, pudo odiarla con todas sus fuerzas. Odió su naturaleza expansiva de sentimientos, porque ahora podía sentir como las penas del Ángel traspasaban su cuerpo hasta llegar a su corazón y hacer un nudo en su garganta.
Y de golpe, como si el torrente de sensaciones que vivía en ese momento no fuera suficiente, se dio cuenta de otra cosa.
Las lágrimas del Ángel, que resbalaban por sus cachetes y caían al maltratado pasto, revivían la hierba muerta.
Eso hizo que Azul se sorprendiera, olvidando su odio y su angustia compartida.
La ley de los contrarios de Livra…
El Ángel tenía la capacidad de sanar aquello que había destruido. Tenía la capacidad de entristecer a aquello que había alegrado.
¿Qué importaba si era un ángel, un hada o un demonio?
Si la Ley de los contrarios de Livra se aplicaba a todo… ¿Por qué agua y fuego no podían ser amigas?
Azul no había dicho nada, aunque deseaba con todas su fuerzas que la confesión del Ángel acabara.
Él Ángel no se percató de su odio repentino, pero supo apreciar su escucha silenciosa.
Volvieron con las demás en silencio, y nunca más tocaron los temas que al Ángel le preocupaban.
Pero aquel momento las marcó a ambas, haciendo que su amistad sea solo un poco más sólida que antes.
Cada vez que Azul y el Ángel se reían por alguna trivialidad, el hada no podía evitar sentirse un poco culpable.
Culpable porque ella intuía que, casi sin pensarlo, escondía cosas importantes.
El Ángel, a pesar de todo, había tenido la valentía de desahogarse, de darle un respiro a su alma.
¿No iba siendo hora de que Azul hiciera lo mismo?