Todo texto aquí visto es pura creación de grillito, alias Azul, alias Fairy, alias la chica astronauta, alias Azul, alias la loca esa

toda imagen aquí vista es pura creación de alguna persona, ecepto grillito, a menos que ella diga lo contrario. Si quieren ver dibujos de ella, vayan a http://lachicamariposa.deviantart.com/

Procuren no chocarse con la luna!

jueves, 24 de marzo de 2011

9 Contrarios EPDA


La Ley de los contrarios de Livra aseguraba que, cuando un ser es capaz de dominar cualquier clase de poder, también es capaz de de mantener a la raya al contrario de este, por lo tanto, también puede dominarlo.
El ejemplo perfecto está en la luz y la oscuridad. Donde no hay luz hay oscuridad, por eso es que si alguien sabe crear luz de la nada, en cierta forma también sabe hacer desaparecer la oscuridad. Y consecuentemente, tiene control sobre ambas partes.
Esta regla se aplicaba a cada una de las habitantes del prado, aunque no todas estaban muy concientes de ello.
Azul era capaz de manejar todo lo húmedo. El agua de los lagos, los fluidos corporales, y hasta su propio cuerpo. Pero aún así, también tenía control sobre las brisas áridas que venían de vaya uno a saber dónde, que poblaban sus oídos con historias de mundos desconocidos, con los cuales nutriría su civilización imaginaria, si es que aún existiera.
La Princesa sabía como crear vida de la nada, conocía sus secretos y su insólita chispa, esa que hacía que un montón de mundanos órganos se pusieran en movimiento. Pero también poseía los secretos de la muerte y el de los mundos celestiales, y sabía como hacer que la chipa de la vida desapareciera sin dejar rastro alguno. Era algo de lo que ni ella misma estaba enterada, y era un poder que tenía escondido en lo más profundo y oscuro de su alma, enredado en una jaula de enredaderas.
Pero el caso del Ángel era diferente. Pues… ¿Cuál era exactamente su poder? Ella era un ángel, no un hada, algo que últimamente se le estaba olvidando. Los ángeles, normalmente, no tienen ningún poder especial que no tengan sus pares. Sí tienen unas grandes alas de plumas blancas, bien fuertes y muy útiles a la hora de volar a grandes alturas y distancias. Sí tienen increíbles dotes para la lucha, y también poseen una presencia casi tan frágil como el cristal, que les permite desvanecerse en los momentos oportunos.
Pero ella, ella tenía una locura de fuego desatada en el fondo de su corazón, un fuego que le había costado su hogar y a que a veces le era muy difícil mantener bajo control.
¿La Ley de los Contrarios se aplicaba también a su locura? En ese caso… ¿Cuál era su poder? ¿El fuego? ¿La destrucción? ¿La… calidez?
Le costaba ser la distinta, aunque nadie se daba cuenta de ello.
El Ángel tenía la costumbre de hacer de cuenta que todo andaba bien, incluso cuando el fuego de su corazón amenazaba con destruir sus entrañas. Su alegría siempre era contagiosa, nadie podía sentirse mal mientras estaban al resguardo de sus cabellos dorados. Era por eso que todas las habitantes del prado deseaban tenerla cerca, incluida la Hechicera.
La felicidad era algo que nadie podía reprochar.
Sólo Azul la había visto llorar. Fue únicamente en dos ocasiones, y aún así le habían parecido tan extrañas que no pudo olvidarlas.
El Ángel padecía inquietudes propias de su especie.
Sentía que los mundos celestiales tiraban de ella, la llamaban. Pero ya no podía volver a esos cielos inmaculados, porque ella misma no era inmaculada.
Últimamente observaba a sus amigas y se le hacía más difícil divisar la línea del bien y el mal, y se preguntaba si ella estaría cometiendo más errores de los que debería.
Todo se le había vuelto tan confuso…
Y todo había empezado cuando la fuerza de su corazón se desbordó, revelando las propiedades sulfúricas del infierno.
El fuego era algo prohibido en el Reino de los Cielos. Les recordaba a su más temido enemigo.
Y ahora ella misma ya no sabía si era un ángel, o un demonio, o si realmente había lugar para un ser tan extraño como ella.
Por eso fue en busca de los seres más neutrales que conocía: Las hadas, a la espera de que la comprendieran.
Ya no sabía si había hecho lo correcto o no, por que las conductas de las hadas la confundían. Ellas no actuaban bajo ningún reglamento, sino según la libertad que les permitían sus alas.
No temían al castigo eterno del infierno, ni entendían la obsesión de la perfección.
Esas actitudes chocaban con sus costumbres angélicas.
Y le dolía estar lejos de su hogar, le dolía ser tan imperfecta.
Por eso, cuando la necesidad tiraba demasiado fuerte, alzaba vuelo y se alejaba de sus compañeras. Pero ya no tenía el poder de volar tan alto, ni de tocar las nubes con las manos. Ya no…
Azul estaba acostumbrada a que sus compañeras desaparecieran de vez en cuando. Cada una tenía sus problemas, sus caprichos… hasta ella misma se ausentaba a veces, con la intención de no desacostumbrarse mucho de la soledad, pues al fin y al cabo, ella es realmente quien nunca te va a abandonar…
Por eso no se preocupaba si el Ángel se iba.
Lo que realmente le preocupaban eran los momentos en los que su alegría comenzaba a flaquear de forma misteriosa, y en sus ojos se notaba una duda repentina, una duda que recordaba al miedo y a la tristeza. Eran momentos muy fugaces, pero aún así altamente inquietantes.
No sabía por que le preocupaba tanto. Había algo extraño en esa niña.
La verdad era que el Ángel había sido prácticamente su fuente de felicidad en los últimos días. Ella era la razón por la que no estallaban peleas y ninguna enloquecía. No era algo muy bueno que aquella fuente alegría corriera peligro. Era lógico estar preocupado.
Una de esas tardes que el Ángel se marchó, Azul salió a buscarla porque sabía que se había puesto a llorar otra vez. Azul conocía el arte de las lágrimas. Eran, también, parte de su poder.
Mientras buscaba al Ángel encontró un rastro de pasto chamuscado. Y cenizas. Muchas cenizas.
Pensó que aquello no era una buena señal, aunque no estaba del todo segura. No sabía que era lo que producía el desborde de fuego en su corazón.
Luego de unos largos minutos, la encontró flotando unos centímetros arriba del pasto chamuscado. No lloraba, pero tenía la cara roja. Cerraba los ojos, lo cual daba a suponer que estaba reflexionando sobre algo, pero al mismo tiempo se abrazaba con las manos, como si quisiera protegerse. El viento enredaba su largo cabello.
Azul la miró un rato, pero no se acercó. Siempre ocurría lo mismo. Por un lado, tenía ganas de ir a consolarla, pero por otro tenía miedo de ser rechazada, y tampoco estaba muy segura de querer cargar con los problemas de los demás.
Azul no hizo nada, pero el Ángel habló.
No supo que fue lo que la motivó a hacerlo, ni cuando comenzó, pero de un momento a otro el Ángel estaba hablando.
Le contó de su vida en el Mundo Celestial. Le contó de quienes la criaron. Sus padres.
Le contó de su fuego desatado en el corazón, le contó que fue desterrada por eso. Le contó de sus imperfecciones, de su miedo a ser un demonio. Le contó que el fuego lo había heredado de una maldición que había recibido su padre, una maldición que poco a poco incendiaba sus órganos internos. Le contó que nadie sabía de aquello a causa del orgullo. Que sus padres le habían prohibido que hablara por el orgullo. Que todos tenían algo que acarrear de sus progenitores, y lo que a ella le tocaba era el orgullo, el maldito orgullo de ser un inmaculado y perfecto ciudadano del Cielo. Pero ella no era inmaculada. No lo era.
Azul no sabía si escuchaba, o si aquello que perforaba sus oídos no era más que un zumbido distorsionado por su propia imaginación. Pero aunque la otra hablaba, y ella no estaba del todo segura de comprender el significado de sus palabras, una angustia que mutaba a desesperación fue creciendo dentro de ella.
Se dio cuenta de que se había equivocado, que no debía de haber ido a buscar al Ángel.
Porque no se había dado cuenta de que la quería.
De que necesitaba su felicidad para ser feliz. Y ella no se veía nada feliz.
Azul nunca se había interesado en buscar la verdadera amistad, esa que no solo significa un deber, si no también un sacrificio que uno debía de entregar sin que este le molestase.
Pero Azul no estaba lista para hacer una amiga ¡No lo estaba!
Porque se sintió horriblemente culpable cuando vio al Ángel llorar, y ella odiaba el sufrimiento, el sufrimiento de cualquier tipo.
El Ángel seguía confesando sus miedos y sus penurias. “¡para ya!” Quería gritar Azul, pero estaba clavada en la más absoluta inmovilidad.
Le parecía imposible que una persona pudiera tener que cargar con tantas cosas, y más aún el hecho de que rara vez se notaba su tristeza.
Por un momento, pudo odiarla con todas sus fuerzas. Odió su naturaleza expansiva de sentimientos, porque ahora podía sentir como las penas del Ángel traspasaban su cuerpo hasta llegar a su corazón y hacer un nudo en su garganta.
Y de golpe, como si el torrente de sensaciones que vivía en ese momento no fuera suficiente, se dio cuenta de otra cosa.
Las lágrimas del Ángel, que resbalaban por sus cachetes y caían al maltratado pasto, revivían la hierba muerta.
Eso hizo que Azul se sorprendiera, olvidando su odio y su angustia compartida.
La ley de los contrarios de Livra…
El Ángel tenía la capacidad de sanar aquello que había destruido. Tenía la capacidad de entristecer a aquello que había alegrado.
¿Qué importaba si era un ángel, un hada o un demonio?
Si la Ley de los contrarios de Livra se aplicaba a todo… ¿Por qué agua y fuego no podían ser amigas?
Azul no había dicho nada, aunque deseaba con todas su fuerzas que la confesión del Ángel acabara.
Él Ángel no se percató de su odio repentino, pero supo apreciar su escucha silenciosa.
Volvieron con las demás en silencio, y nunca más tocaron los temas que al Ángel le preocupaban.
Pero aquel momento las marcó a ambas, haciendo que su amistad sea solo un poco más sólida que antes.
Cada vez que Azul y el Ángel se reían por alguna trivialidad, el hada no podía evitar sentirse un poco culpable.
Culpable porque ella intuía que, casi sin pensarlo, escondía cosas importantes.
El Ángel, a pesar de todo, había tenido la valentía de desahogarse, de darle un respiro a su alma.
¿No iba siendo hora de que Azul hiciera lo mismo?

domingo, 13 de marzo de 2011

EPDA 8 Las sombras


El reinado florido de la Princesa acabó por culpa de la Hechicera.
Ésta última se le acercó un día, mientras la otra estaba muy ocupada confeccionando una nueva flor.
- Estoy harta de estas malditas flores. – Le dijo sin levantar la voz, pero terriblemente seria. – o te deshaces de ellas, o juro que te haré daño.
La Princesa la miró atónita.
Nadie se esperaba aquella reacción.
La Hechicera parecía tener secuelas de alguna extraña enfermedad bipolar.
Es verdad que a veces no era muy agradable y que a veces se mofaba de las demás, pero de todas formas nunca se mostró dispuesta a hacerle daño a nadie. Tampoco provocaba peleas.
Incluso había días que se levantaba de buen humor y era muy amigable.
Pero jamás se imaginaron que fuera capaz de decirle eso a la Princesa, y al parecer, la Princesa tampoco.
Le hizo caso de inmediato, y en pocos segundos, el prado se encontraba tan verde y tan deshabitado como siempre.
Azul nunca se habría imaginado que la Princesa se rendiría de esa forma.
La Princesa nunca se había dejado controlar por nadie. Además, ella era muy terca y obstinada, y siempre ponía argumentos antes de ceder.
Pero esta vez le hizo caso sin oponer resistencia. Parecía repentinamente asustada por aquella amenaza insólita.
Cuando la Hechicera comprobó que en el prado ya no había ninguna planta, se echó en el pasto y se durmió en el acto.
Las demás la observaron, sorprendidas en silencio.
La Hechicera hallaba consuelo en el mundo de los sueños. Su mente se despejaba aún más que cuando meditaba. Por eso, dormía mucho.
A pesar de que siempre se había mostrado indiferente, ella tampoco era inmune al miedo a lo desconocido. Y aunque no lo había demostrado, la época en la que el prado se había llenado de insectos la torturó mucho. Y decidió que lo que debía hacer era asegurarse de que eso nunca volviera a ocurrir.
Porque ella tenía prohibido demostrar debilidad. Era algo que había aprendido desde pequeña.
No podría demostrarla por nada del mundo, ni siquiera cuando la profecía se comenzara a cumplir.
Y a penas se fueron las flores, llegaron las sombras.
La primera en sentirlas fue Azul, o al menos eso creía ella, pues no se animaba a consultarlo con nadie.
Sucedió una noche en la que no podía dormir. Tenía los ojos absolutamente acostumbrados, y veía todo con total claridad a la luz de las estrellas.
Entonces las vio… Eran sombras, solo sombras que, a pesar de que estaba todo oscuro, se distinguían perfectamente y se desplazaban sin la necesidad de que algo sólido las guíe.
Y cuando se acercaron a Azul, comenzó a oír murmullos.
“Tu no vales nada… nada”
“¿Sabes lo que hicieron tus padres cuándo descubrieron que escapaste? Se rieron de ti por ser tan cobarde… ni siquiera te están buscando, preferirían no encontrarte…”
“Eres tan débil… no tienes la fuerza para llevar una vida tu sola”
“Esas chicas que están ahí al lado… no te aprecian, están contigo porque no tienen a dónde ir…”
Y en cuanto escuchó esas voces (voces que se confundirían con el viento si corriera algo más que una leve brisa veraniega) Azul tuvo la certeza de que decían la verdad, y por eso no tuvo fuerzas para desmentirlas o enfrentarlas.
Al comprobar su angustia las sombras largaron una risa amarga y exclamaron “¡Débil! ¡Débil!”. Palabras que resonaron en la cabeza de Azul durante toda la noche.

A partir de entonces las sombras nunca la abandonaron. Habían descubierto una presa fácil.
Azul no lo había comentado con las demás porque creía que eso implicaba revelar sus miedos. Y Azul, como la Hechicera, no era una persona que le gustara hablar de sus sentimientos.
Entonces, soportó a las sombras todas las noches, como si aquello fuera una especie de deber noble.
Durante el día estaba cansada, y más quisquillosa que de costumbre. Y las demás se dieron cuenta.
Pero al poco tiempo, Azul no fue la única que se comportaba de manera extraña. Ni la Princesa ni el Ángel daban señas de haber dormido bien, y aunque la Hechicera se encontraba más enérgica que de costumbre, se mostraba especialmente inquieta. Parecía estar muy a la defensiva, y se sobresaltaba por pequeñeces. A menudo se apartaba del grupo y abría su relicario, siempre cuidando de que nadie más que ella viera su contenido.

Una noche especialmente oscura, Azul esperaba a las sombras casi como si aquello fuera algo natural. No tardaron en llegar, como tampoco dudaron en atacarla nuevamente.
“Estás tan sola “– se mofaba una. – “¿Cómo sabes que las niñas que te rodean están dormidas y no muertas?”
“Nunca nadie podrá entenderte… ¿quién se ocuparía de entender a un hada medio loca?”
“Eres tan fácil de acobardar… eres tan inocente, tan frágil…”
Volvieron a reír. Azul cerraba los ojos con fuerza, pero eso no le impedía escuchar.
“¡Ya eres nuestra!” – Dijo otra, con voz estremecedoramente corpórea y autoritaria.- “¡No tienes escapatoria, niña! ¡Estás en nuestro poder!”
- ¡Basta! ¡¿por qué hacen esto?!- Exclamó Azul, pese a sus esfuerzos por mantenerse callada. Creía que hablar con las sombras solo empeoraría las cosas, y, sobre todo, las volvería más reales. Pero a esas alturas no pudo con su genio.
Las sombras se carcajearon con maldad otra vez.
“Eres tan imbécil, tan ingenua…”
“No puedo creer que seas tan ciega… ¿de verdad no te diste cuenta…?”
“Tus lamentos son, para nosotras, poder, niña idiota…”
En ese momento, de golpe, todas se callaron, y un haz de luz interrumpió la oscuridad
Era el Ángel de Fuego, que ahora estaba levantada y lanzaba llamaradas hacia las sombras, que, aterradas, retrocedieron.
Azul le miró el rostro. Tenía los ojos hinchados, y los cachetes colorados. Pero, a parte de eso, tenía el semblante impregnado de una absoluta seguridad.
Las sombras no desaparecieron, pero ya no molestaban, y se habían quedado allí, inmóviles.
- ¿Estás bien?- Le preguntó el Ángel a Azul
Ella contestó con un pequeño “si”.
El Ángel se mantuvo unos segundos en silencio, como si pensara en algo, y luego agregó.
- Esas sombras también me estuvieron molestando a mí…
Azul observó su rostro colorado, y el rastro de unas lágrimas que ya había terminado su recorrido, y no pudo evitar sentirse un poco culpable…
- No me había dado cuenta…- murmuró Azul, tratando de excusarse. Decía la verdad, pero no entendía cómo no había notado que las sombras merodeaban al Ángel, si ella misma no había dormido nada en las últimas noches.
- No te preocupes. Yo tampoco me había dado cuenta de que te molestaban…
El Ángel aún se mostraba seria, algo extraño en ella.
Azul se quedó en silencio, le hubiera gustado decirle algo alentador, pero no se le ocurrió qué.
En ese mismo instante, la Hechicera se despertó.
Miró a las dos chicas levantadas, y luego a las sombras, alejadas a una prudente distancia.
- ¿¡Qué les hicieron!? – Le espetó al Ángel y a Azul.
- ¿Qué?- exclamó el Ángel, sin entender a lo que se refería.
- ¡¿Qué les hicieron a ellas?!- repitió, ahora señalando a las sombras.
- ¡¿Estás loca?!- se encolerizó – ¡Esas malditas sombras no nos dejaban en paz!
Pero la Hechicera ya no escuchaba, por que en cuanto la oyeron hablar, las sombras se dirigieron hacía ella.
“Nos dijiste que no nos harían daño…”
“… Nos mentiste”
“Nos perteneces, niña… ahora tu gran poder está a nuestro servicio…”
-¡Aléjense! ¡Aléjense!- gritaba ella, y otro haz de luz centelleó en la oscuridad, ésta vez, provocado por la Hechicera.
Nuevamente, las sombras se alejaron.
- Nunca se olviden de quién es quien manda.- Exclamó, fulminando a las sombras con la mirada.- Y ahora váyanse, ya no las necesito.
Las sombras obedecieron, y se marcharon lentamente.
- y ustedes ¿Qué miran?- les espetó a Azul y al Ángel.
Ellas no respondieron, se acostaron en el pasto, y por fin pudieron descansar en paz.
No fue así para la Hechicera.
La profecía rezaba que para juntar fuerzas, la Hechicera debía apoderarse de la felicidad de los demás. Pero aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más siniestros de la magia, no tuvo fuerzas para hacerlo ella misma. Y lo hicieron las sombras, esos seres que ella creaba inconcientemente, pero que no podía controlar del todo.
Guardaba un gran desprecio a aquellas sombras, porque eran de naturaleza traicionera.
Incluso ahora la atacaban a ella. Sí, a su creadora. Y ya ni siquiera se molestaba en desecharlas.
“No tienes valor para continuar…”
“Te vas a pudrir en el infierno”
“Te vas a terminar encariñando con ellas, como lo que pasó en tu hogar…”
- Cállense. – Murmuró, acurrucada en el pasto.
“¡No puedes darnos ordenes!”
“Ya no somos tuyas”
“Terminarás trasformándote en nosotras, ya lo verás…”

“si, consumiremos tu cuerpo, hasta que solo quede la sombra…”
Pero la Hechicera no les hacía caso.
Porque la ley de los contrarios de Livra dictaba que cualquier ser que pueda manejar una clase de poder, puede mantener a la raya su contrario, y por lo tanto, puede dominarlo.
Por eso, la Hechicera sabía que jamás sería una sombra.
Porque aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más oscuros de la magia, ella era también un hada de la luz.
Y ese rayo de luz era la razón por la que jamás se podría convertir en una sombra.
Era la razón por la cual nunca podría acabar con su destino.

lunes, 7 de marzo de 2011

cosas que no pasaron y que tengo que deshechar, olvidar...


Allá voy, voy hacia el agujero negro, hacia mi globo perdido…

- Che, estás re distinto
...
- no, sigo siendo más o menos la misma- “la misma con el globo en la mano” pensé con una sonrisa.

-¿Te gusta sufrir? … ¿entonces por qué querés esto?

Animales. Música. Gatos. Dibujos. Arte. Montañas. Etcétera etcétera, y toda una vida plena.

- ¿no querés hablar conmigo? porque estás tan callado…- “no voy a dejar que me dejes sin nada, no quiero recordar el momento en que nada pasó”

“ y en cada barrio, cada pueblo, cada esquina en la ciudad, hay un corazón partido que no para de sangrar, historias de no correspondidos, y de amigos que no están, de al menos encontrar un mail que diga hola ¿Cómo estás?”

Angel de sueños, color sepia, Anette, olor a menta, la camioneta…
Saliva, dientes…

EPDA - 7 Abejas y Arañas


-¿¡Qué son todas estas flores!?- había exclamado Azul, enfadada.
Ya había dejado pasar muchas cosas y no se sentía dispuesta a dejar una más.
La Princesa ya se esperaba esa reacción.
- No puedo evitarlo, Azul. Mis poderes se están desarrollando. Sería insano no utilizarlos en este momento.- Ni ella misma estaba segura de si estaba diciendo la verdad, pero no iba a dejar que Azul le impidiera hacer lo que tenía ganas.
- ¡No me vengas con eso! ¡Si el Ángel pudo controlarse, no veo por qué tu no!
- ¡Solo son flores! ¿Por qué te molestan?
- No me gustan. – Se limitó a responder. No era necesario explicar su necesidad de tener un prado completamente vacío, o que después de lo ocurrido con el árbol prefiriera alejarse de las plantas.
- ¡Eres una terca!
- ¡Tu también! ¡Y este es mi prado y se hace lo que yo digo!
- ¿Quién lo hizo tuyo? ¿Acaso lleva tu nombre?
- ¡Yo llegué primero!
- ¡Pues eso no te convierte en su dueña!- Sentenció la Princesa, y dio finalizada la conversación.
Quizás era irónico que Azul se metiera en semejante discusión teniendo en cuenta el problema que ella tenía con las peleas, pero la Princesa francamente la sacaba de sus casillas. Y lo que más bronca le daba es que terminaba tan envuelta en aquellas disputas que le llevaba mucho tiempo quitárselas de la cabeza.
Al final, a regañadientes, aceptó que la Princesa llenara el prado de flores, solo con la condición de que en algún momento se desharía de ellas.
Y la Princesa no perdió el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, ya había llenado todo el prado de diferentes tipos de flores. Y eso, por alguna razón, la hacía sentir libre.
Era como si todas esas flores fueran parte de ella, y ahora pudiera liberarlas y esparcirlas por todo el verde pasto, como si algún gigante hubiera decidido dejar caer gotas de témpera de distintos colores.
Todo se veía tan hermoso… y le costaba trabajo creer que aquello era obra suya.
Se la pasaba días enteros, creando nuevos tipos de flores, de diferentes colores, perfeccionando sus pétalos…
Al principio a nadie le molestaba demasiado, o por lo menos, todas lo soportaban.
Hasta que llegaron los insectos.
Primero solo fueron moscas, mosquitos, abejas, y alguna que otra mariposa. Es decir, aquellos insectos a los que les llamarían la atención un enorme campo de flores.
Eso no le gustó a nadie, ni siquiera a la Princesa.
Azul había aprendido (gracias a su padre) que no hay que tenerle miedo a los animales o seres vivos en general, y mucho menos a los insectos. Por que ellos son insignificantes, y cualquiera les causa más daño que el que ellos mismos pueden causar. Pero, sobre todo, porque huelen el miedo. Y desde entonces Azul se había prometido a sí misma que jamás se asustaría de un insecto.
Fue una promesa que tuvo que romper a causa de las pesadillas. Soñaba que ella volaba sobre un extenso lago de aguas cristalinas, y que un enorme enjambre de abejas la perseguía. Entonces, se metía debajo del agua para escapar de ellas. Pero las abejas también se sumergían, y volaban cada vez más rápido. Se despertaba sintiendo un fuerte cosquilleo en la punta de los pies.
Las abejas tenían una habilidad asombrosa para meterse dentro de cualquier sueño normal y convertirlo en una pesadilla.
Y desde entonces, cada vez que veía una abeja, surgía en ella el deseo de gritar y correr lo más rápido posible. Era un deseo irracional, y ella lo sabía, pero las abejas realmente la intimidaban, y no sabía del todo por qué. Suponía que era por que ella le tenía un miedo especial al dolor, dolor de cualquier tipo. Y se imaginaba que la picadura de abeja debía ser un dolor punzante y horrible.
Al Ángel tampoco le gustaban. A ella, que era tan cálida, le aterraba cualquier cosa que pudiera romper su propia calidez.
La Hechicera, en cambio, se mostraba indiferente. No era de hablar mucho, y casi siempre se encontraba meditando o durmiendo. Sí se había quejado un poco de las flores, pues según ella “Eran demasiado coloridas”
Cada vez que oían algún zumbido, Azul y el Ángel se quedaban paralizadas, pues ya habían aprendido que corriendo la cosa no era mejor. Cuando esto sucedía, la Hechicera se reía con malicia.
La Princesa era la más aterrada. Le asustaban los insectos en general, daba lo mismo lo que fueran.
Por eso se sorprendió mucho cuando descubrió que tenía poder sobre ellos.
No era algo muy complicado. Los bichos perseguían al polen, y ella era capaz de manejar aquella sustancia tan hipnotizante.
Pero pronto descubrió que era algo aún más profundo. Ella podía meterse en su mente y obligarles a hacer lo que quería.
Y la realidad era que los insectos no habían venido atraídos por las flores, sino por la Princesa misma. Eso la ayudó bastante a superar su miedo.
Aprendió a respetarlos, y también a hacerse respetar. A menudo dejaba que se acercaran a ella, y ya no los ahuyentaba, sino que los recibía como si fueran viejos amigos.
Cierta vez había dejado que una abeja se posara en su mano.
- Te va a picar. – Repuso Azul, temerosa.
- Imposible. – Le respondió con una radiante sonrisa. – Soy la Princesa.
Y eso siguió así por unos días.
El poder de la Princesa se expandía cada vez más y más. Y atrajo nuevos insectos.
Hormigas, de todos los tamaños y colores. Grillos, saltamontes. Y arañas. Muchas arañas.
Parecía que en estas ejercía una atracción especial.
Cuando la princesa las vio por primera vez, pegó un grito y se elevó un par de metros del suelo.
- ¿Qué ocurre? – Preguntó el Ángel, sorprendida por esa reacción.
- Son las arañas. Son horribles. No las puedo tolerar.
- ¿No era que no te harían daños por que eras “la Princesa”? – Repuso Azul, resentida por haber tenido que soportar tanto tiempo a las abejas. – Creí que tenías control sobre los insectos.
- No sobre estos. – Replicó, como si hubiera dicho algo ofensivo. – jamás lo tendré sobre estos.
Parecía querer convencerse a sí misma.
Las arañas le parecían los más siniestros de todos los bichos. La forma inquietante que se movían no hacía más que causarle escalofríos. Tenía la teoría de que eran descendientes de los mismísimos monstruos.
Azul no entendía su miedo. Las arañas que se acercaban tenían la particularidad de ser extremadamente pequeñas. Hasta dudaba que pudieran picarle a uno, y si lo hacían, seguro que no causarían un gran daño.
Pero eso a la Princesa no parecía importarle. Se negó por mucho tiempo a pisar tierra.
Y las arañas, al percibir su miedo, seguían acercándose en masa.
Ahora eran los únicos insectos en el prado de flores. Era increíble su cantidad, y, entre ellas, se las arreglaban para destruir el jardín florido de la Princesa.
Ella miraba todo con horror, pero no se animaba a hacer nada. Sentía que con cada flor destruida, se llevaban un pedacito de su persona.
- ¡Estoy harta de estos bichos! – Exclamaba el Ángel, mientras daba pisotones. Los insectos, en vez de perecer, parecían multiplicarse.
Azul la miraba matar arañas sin decir nada. Tal vez era un poco exagerado, pero tenía la teoría de que la vida (sin importar de donde viniera) era demasiado valiosa como para acabar con ella así como así. Igual no protestaba por que ella también estaba harta de los arácnidos.
- ¡Tienes que hacer algo! – Le había exigido el Ángel a la Princesa.
- No puedo hacer nada. – Se limitó a responder.
Y así siguió todo hasta que las arañas dejaron con vida solo a una flor. Era algo así como un tulipán rojo.
La Princesa sentía que ahí llegaba su fin. Que la sensación de libertad y felicidad que había experimentado se terminaba ahí. Que el sentimiento de superioridad que había tenido cuando descubrió podía controlar a los insectos iba a ser derrocado por esos seres de ocho patas.
Y mientras los bichos se abalanzaban sobre la última flor sintió que algo sombrío brotaba dentro de ella.
Esos seres oscuros se habían llevado toda su persona. En ese momento, ella era un ser de la oscuridad.
Ahora ella era la hipnotizada, pero no por el polen, sino por una furia ciega, cuyo único control lo ejercía la idea de mantener a aquella flor roja con vida.
Por primera vez en mucho tiempo, apoyó los pies en el piso, y el efecto fue instantáneo.
Las arañas se alejaron, temerosas, de la flor. Pero seguían allí. Y la Princesa no quería verlas más en la vida.
Dio unos pasos, acercándose a la planta. Parecía que los ojos le brillaban, y hasta la Hechicera dejó a un lado sus pensamientos para prestar atención.
- ¡déjenme en paz! – Gritó- ¡Váyanse, y que nunca más las vuelva a ver! ¡Este es mi jardín, y yo soy la Princesa! ¡Y ningún bicho asqueroso tiene el poder de derrocarme!
Las arañas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Sabía que podías deshacerte de ellas! – exclamó el Ángel, sonriendo.
La Princesa la miró atónita.
Sentía un profundo vacío en su interior, como si las arañas se hubieran llevado su alma.
Las arañas seguían aterrándola, pero ahora también la fascinaban, y se arrepentía de haberlas echado de esa manera.
Nunca volvió a ver un solo arácnido, como tampoco pudo recuperar aquello que le habían robado. En su lugar, una profunda oscuridad crecía, pero la Princesa era lo suficientemente fuerte como para ocultarla.
Volvió a hacer crecer su jardín, con la esperanza de así poder recuperar lo que había perdido.
Pero no había caso.
Las arañas se lo habían llevado todo.