- ¡Che! ¿Me escuchás?
Ella lo miró de manera indiferente, como lo hacía siempre que le convenía hacerse la boluda. En realidad tampoco podía contestarle de una manera sincera, pues ni ella misma estaba totalmente segura de si estaba escuchando o no, así que optó por no responder. Pero no tomó esa decisión por ser fiel a la sinceridad, si no porque simplemente le era más fácil no hacerlo.
- Te hice una pregunta ¿entendés a que me refiero?
- Si.- respondió con involuntaria voz inocente e infantil. Esa voz que sabía que a él le molestaba, pero que no podía evitar.
- Bueno, ¿y que pensás al respecto? ¿No tenés nada para decir?
En cuanto escuchó esa pregunta tan esperada un manantial de pensamientos invadió su cabeza. Sí, obvio que tenía algo para decir. Quería que supieran que estaba de acuerdo, pero aún así no quería ceder a ese chantaje de cariño tan común en ellos. Quería que supieran que si ella hacía algo mal o algo que les molestaba no era por otra cosa que por la rebeldía estúpida, típica de la adolescencia. Porque ella los quería, claro que los quería, y estaría genial que ellos lo supieran.
Pero fueron tantos esos pensamientos que no pudo digerirlos todos en ese momento, así que no pudo hacer otra cosa que mirarlos con cara de vaca que ve pasar el tren, y hacer un gesto de no saber que decir. Además, no tenía buenas experiencias en sincerarse con sus padres.
Él, al confirmar su presentimiento, sintió que una furia ciega lo invadía.
- ¡No puede ser que no tengas nada para decir! ¡No puede ser que no te importe nada! ¿De verdad es eso lo que esperás hacer con tu vida? ¿¡Nada?! ¿¡No te gustaría salir con tus amigos!? ¿¡No te gustaría salir con un pibe!? ¿¡Cuando seas grande vas a pasarte la vida pelotudeando en la computadora y mirando dibujitos animados en la tele!? ¡No podés ser tan boluda! ¡No podés ser tan insensible!
A pesar de sus esfuerzos inmensos por no escuchar lo que él decía, no puedo evitar parar las orejas cuando éste hizo un resumen completo de todo lo que le venía preocupando en los últimos años.
Entonces, sintió que un deseo irreprimible e incoherente de reír nacía desde el interior de su pecho. Y tuvo que dejarlo ser, nomás.
Lanzó una carcajada voraz, eufórica, interminable, que resonó en toda la casa y en todos los corazones de los presentes, como si se hubiera largado a gritar. Pero no, estaba riendo. Era una risa tan fuerte y tan cargada de placer, que daba miedo.
Ni ella misma supo porqué.
Recordó su incapacidad de sentir. Su indiferencia hacia la vida. Su escasez de deseos. Su sueño de volar y de no crecer, ni tener que cambiar ni independizarse. En fin, todo lo que le hizo recordar, quizá sin ser del todo consiente, su padre.
Y seguía riendo, sin encontrar la manera de detenerse.
Tal vez reía por todo el dolor. Porque esas palabras, en algún rincón de su corazón, debieron hacerle daño. Y porque ya estaba harta de llorar por estupideces, porque debe ser más lindo reir que llorar. Y en cada carcajada, dejaba escapar, un poco, todo el lamento que sentía por dentro.
Como las equivalencias que se realizan en las matemáticas y en otras artes similares, porque casi nadie sabe que la fuerza que produce el llanto, los gritos, y la desesperación, es la misma que la fuerza de la risa.
Ella lo miró de manera indiferente, como lo hacía siempre que le convenía hacerse la boluda. En realidad tampoco podía contestarle de una manera sincera, pues ni ella misma estaba totalmente segura de si estaba escuchando o no, así que optó por no responder. Pero no tomó esa decisión por ser fiel a la sinceridad, si no porque simplemente le era más fácil no hacerlo.
- Te hice una pregunta ¿entendés a que me refiero?
- Si.- respondió con involuntaria voz inocente e infantil. Esa voz que sabía que a él le molestaba, pero que no podía evitar.
- Bueno, ¿y que pensás al respecto? ¿No tenés nada para decir?
En cuanto escuchó esa pregunta tan esperada un manantial de pensamientos invadió su cabeza. Sí, obvio que tenía algo para decir. Quería que supieran que estaba de acuerdo, pero aún así no quería ceder a ese chantaje de cariño tan común en ellos. Quería que supieran que si ella hacía algo mal o algo que les molestaba no era por otra cosa que por la rebeldía estúpida, típica de la adolescencia. Porque ella los quería, claro que los quería, y estaría genial que ellos lo supieran.
Pero fueron tantos esos pensamientos que no pudo digerirlos todos en ese momento, así que no pudo hacer otra cosa que mirarlos con cara de vaca que ve pasar el tren, y hacer un gesto de no saber que decir. Además, no tenía buenas experiencias en sincerarse con sus padres.
Él, al confirmar su presentimiento, sintió que una furia ciega lo invadía.
- ¡No puede ser que no tengas nada para decir! ¡No puede ser que no te importe nada! ¿De verdad es eso lo que esperás hacer con tu vida? ¿¡Nada?! ¿¡No te gustaría salir con tus amigos!? ¿¡No te gustaría salir con un pibe!? ¿¡Cuando seas grande vas a pasarte la vida pelotudeando en la computadora y mirando dibujitos animados en la tele!? ¡No podés ser tan boluda! ¡No podés ser tan insensible!
A pesar de sus esfuerzos inmensos por no escuchar lo que él decía, no puedo evitar parar las orejas cuando éste hizo un resumen completo de todo lo que le venía preocupando en los últimos años.
Entonces, sintió que un deseo irreprimible e incoherente de reír nacía desde el interior de su pecho. Y tuvo que dejarlo ser, nomás.
Lanzó una carcajada voraz, eufórica, interminable, que resonó en toda la casa y en todos los corazones de los presentes, como si se hubiera largado a gritar. Pero no, estaba riendo. Era una risa tan fuerte y tan cargada de placer, que daba miedo.
Ni ella misma supo porqué.
Recordó su incapacidad de sentir. Su indiferencia hacia la vida. Su escasez de deseos. Su sueño de volar y de no crecer, ni tener que cambiar ni independizarse. En fin, todo lo que le hizo recordar, quizá sin ser del todo consiente, su padre.
Y seguía riendo, sin encontrar la manera de detenerse.
Tal vez reía por todo el dolor. Porque esas palabras, en algún rincón de su corazón, debieron hacerle daño. Y porque ya estaba harta de llorar por estupideces, porque debe ser más lindo reir que llorar. Y en cada carcajada, dejaba escapar, un poco, todo el lamento que sentía por dentro.
Como las equivalencias que se realizan en las matemáticas y en otras artes similares, porque casi nadie sabe que la fuerza que produce el llanto, los gritos, y la desesperación, es la misma que la fuerza de la risa.