
La realidad es inevitable.
Podés ignorarla, pero no podés escapar de ella, y aunque luches con todas tu fuerzas por lo contrario, siempre va a dejar marcas profundas en tu persona.
No importa cuanto corras ni que tan lejos te vayas, la realidad va a estar siempre ahí, inquebrantable. No importa cuanto huyas de ella, siempre vas a tener que soportarla, aunque más no sea, unos minutos al día.
Al mismo tiempo, intentar escapar de ella es estúpido. Es negar algo que vive y que respirará por siempre en tu corazón.
Pero lo más importante, la realidad es vengativa. Mientras más la ignoras, más difíciles son aquellos minutos que tienes que soportarla. Ella es capaz de usar aquello que tú armaste para poder sobrevivir, destruirlo, y usarlo en tu contra. Destruir tu realidad de mentira, y exponerte la cruda verdad.
No importa cuanto corras, es inútil esconderse, la realidad siempre te encuentra.
No importa cuanto corras, porque por más lejos que llegues, nunca vas a poder escapar de ti mismo.
Ya era de día, y La Princesa acababa de abrir los ojos. Se quedó un par de minutos mirando el cielo, que rebosaba de luminosidad.
“Ya debe ser mediodía” Pensó, y echó una mirada para ver si sus compañeras ya se habían levantado. Pero no, estaban completamente dormidas, e ignoraban los rayos de sol que inútilmente intentaban despertarlas.
Decidió no molestarlas, aunque en realidad no supo bien porqué. Es decir, lo normal hubiera sido que, siendo la hora que era, al menos intentara llamar su atención.
Últimamente se encontraba sin muchas ganas de hablar con ellas, pero en especial, no tenía ganas de hablar con Azul. No sabía como explicarlo, pero sentía que Azul era cada vez más parte del Prado, y que eran dos cosas fusionadas, imposibles de separar. Y, sinceramente, ella ya se estaba hartando de la tranquilidad verde.
Últimamente pensaba en que quería tener un futuro, pero no quería un futuro de hada marginada. Y, dicha sea la verdad, Azul la hacía sentir infinitamente culpable por esto. Entonces, había decidido evitarla, aunque sea un poco.
Ella sabía como era Azul, y sabía que si se iba podría estar causándole un gran daño. Pero no podía con todos los sentimientos juntos. Necesitaba ser un poco egoísta. Además, después de todo, ¿Acaso ella no era “la Princesa”? ¿Por qué alguien le iba a evitar hacer lo que quería?
Se refugiaba bajo todos esos pensamientos, pero en realidad estaba un poco asustada, y a pesar de que se engañaba a sí misma, lo sabía. Asustada por miedo a no hacer lo correcto, a equivocarse, a lo desconocido, miedo de lastimar a Azul.
La Princesa se refregó la cara, como si algo le molestara.
No, no tenía que pensar en eso. Cuando llegue el momento, escaparía, y entonces sería libre de hacer lo que quisiera. Volvió a mirar al cielo un poco más, imaginándose a que distancia se encontraría el Gran Ojo.
Lo miró hasta que la luz le cansó la vista y no tuvo otra que mirar hacia otro lado.
Desvió la mirada al suelo, parpadeando repetidamente, intentando recuperar la visión normal.
El prado solo le parecía un enorme manchón verde, hasta que pudo enfocar la vista. Y entonces descubrió una extraña planta en el suelo.
Era una planta verdaderamente fácil de pasar por alto, porque era pequeña, y del mismo verde que el resto de la vegetación. Era una planta que consistía de un tallo y cuatro hojas en la punta. No parecía ser más que un yuyo.
Esa planta era un trébol.
No cualquier trébol, era un trébol de cuatro hojas.
La Princesa no había visto un trébol en su vida (no eran plantas muy comunes en el reino de las hadas) Y menos que menos un trébol de cuatro hojas.
Despertó a sus compañeras para mostrarles su hallazgo.
Naturalmente no se manifestaron muy agradecidas de que las hayan despertado por un yuyo que no medía ni cinco centímetros.
Tampoco se sorprendieron tanto como la Princesa esperaba. Ellas tampoco habían visto nunca a un trébol, pero ¿Qué daño podría hacer una planta tan insignificante, que apenas se la distinguía entre la hierba?
- Y ese trébol… ¿No será invención tuya?- Preguntó el Ángel, mientras se desperezaba por segunda vez.
- ¿A que te refieres? – Preguntó la Princesa, sinceramente extrañada.
- Vamos, no seas tonta. ¿Ya te olvidaste de cuando llenaste el prado de flores? ¿No pudiste haber creado esa planta, aunque sea inconcientemente?
- ¡Pero si es la primera vez en mi vida que veo un trébol! – Protestó.
El Ángel se limitó a levantar los hombros como respuesta.
El Reino de las Hadas es un lugar prestigioso. Allí reina el orden y la calma. Sus habitantes no suelen causar problemas, y a pesar de que sus poderes podrían provocar estragos, esto rara vez sucede. La diferencia entre los distintos seres mágicos que viven allí es infinita, y sin embargo, nunca sus diferencias han sido motivo de discusión.
Podrían decir que esta es una ciudad utópica. Se podría decir que todo esto se debe al buen reinado que había realizado la familia de Azul. Pero nada de eso sería del todo cierto.
El Reino de las Hadas era un lugar pacífico, pero estaba lejos de ser perfecto. Los problemas de la vida cotidiana seguían existiendo, y el prestigio normalmente solo consigue traer más problemas.
Se podría decir que todo era causa de un buen reinado, pero entonces estaríamos ignorando a la gente que se encuentra en las afueras de la ciudad.
No, no es el caso de Azul y sus amigas, sino el de aquellos que construyeron al límite de la ciudad luego de ser desterrados.
Es verdad que dentro del Reino de las Hadas los conflictos eran extraños, pero esto era porque a las cosas conflictivas se las expulsaba de la ciudad. Cosas demasiado fuera de lugar para pertenecer a una ciudad tan respetada.
La gente expulsada construía su propio mundo justo al límite del reino, y era ahí cuando la paz y el orden terminaban y eran sustituidos por la sorpresa de lo indecible y la tentación de lo incorrecto.
La gente desterrada solían ser seres que habían nacido con alguna deformidad muy extraña (y, que a diferencia del caso de Azul, no tenían solución); Criaturas pertenecientes a un mito muy diferente, o al cual nadie estaba acostumbrado (Como bien podría ser el caso de los ángeles); O hadas y criaturas normales que habían desviado sus caminos cometiendo actos prohibidos por el colectivo de la gente, o hadas y criaturas que han renunciando a sus poderes, tal vez por simple deseo a la simpleza, o tal vez por preferir otro tipo de magia, más oscura, engañosa e inútil.
La Pitonisa, se encontraba entre los desterrados.
Ya casi nadie se acuerda de su sangre de nobleza, ni del momento en el cual fue echada para siempre de la ciudad.
Se construyó una pequeña casa en el medio de aquellos suburbios. Su casa, al igual que todas las que la rodeaban, era humilde, simplona, y sin gracia, que causaba un duro contraste con las coloridas arquitecturas del Reino de las Hadas.
Allí dentro solo tenía una habitación, en la cual se las arreglaba para meter una mesa y un par de sillas, un lugar para reposar, una biblioteca llena de libros de cualquier tema, y en el fondo, una especie de cocina que utilizaba solo cuando tenía ganas de hacer alguna especie de experimento, y para hacer té, que era prácticamente su único alimento, y el que solía ofrecerle a sus clientes.
Se ganaba la vida con las sesiones de adivinación. Era verdad que habitaba un mundo que no era muy querido por los ciudadanos del reino, y que las adivinas no estaban bien vistas, pero sin embargo nunca le faltaban clientes. La gente es capaz de muchas cosas cuando cae en la desesperación. Los padres de Azul son el ejemplo perfecto a esa situación.
No existe una magia completamente eficaz para adivinar ciertas cosas, principalmente el futuro. Y hay personas que dependen del futuro de una manera asombrosa.
Por todo eso, a pesar de todo, los ciudadanos del Reino se acostumbraron a pasear por el mundo de los desterrados cuando necesitaban de la magia negada.
Incluso con su vida dura, la Pitonisa no se arrepiente de nada. Si hay algo que puede asegurar que no le falta, es diversión. Por que el suburbio de los desterrados será un lugar humilde, y tendrá edificios muchos menos bonitos que el Reino de las Hadas, pero todo eso es compensado con la sorpresa y alegría de no tener nada que perder. Aquel es el refugio de gente extraña y desquiciada, y aunque la paz no exista, ¿Cómo alguien puede aburrirse de un mundo tan sorprendentemente nuevo?
Por eso, aquel que recorre aquellas calles se queda con la sensación de que en ese mundo de casitas cuadradas y mal construidas, hay una chispa secreta, de la cual el Reino carece; y que además hay toda una forma de vida misteriosa (y por eso mismo atrayente) a la que al parecer, hay que perder la cordura para poder pertenecer.
Si lo pensamos bien, desde que Azul se instaló en el prado, este tuvo innumerables mutaciones.
Sobrevivió a una plaga de insectos, a una semana de oscuridad, a los poderes florales de la Princesa, al agujero negro creado por la Hechicera, a los desbordes de fuego del Ángel, y al sinfín de ilusiones imaginarias creadas por Azul.
Costaba creer que después de todo eso, el prado aún conservara su característico color verde lleno de vida.
El prado era casi un ser vivo más, con caprichos propios, y que era capaz de cambiar según su gusto y darle un giro drástico a la vida de sus habitantes.
En ese momento, por ejemplo, se le había dado por los tréboles de cuatro hojas.
Al primero que había identificado la Princesa le siguieron unos mil más.
Claro que, de todas maneras, eso no afectaba demasiado la vida de las hadas.
De hecho, últimamente nada afectaba sus vidas.
Los días se habían convertido en algo manso, que transcurrían sin que nada alterara la perfecta sensación de paz.
Tal vez la Princesa estaba un poco ensimismada y se negaba a hablar con Azul, pero esto, lejos de ocasionar problemas, volvía a las cosas un poco más tranquilas. La Princesa no quería relacionarse demasiado con Azul, y Azul no quería saber del motivo por el cual estaba tan absorta, así que nadie se podía quejar.
Lo único que estaba fuera de lugar eran los tréboles de cuatro hojas, pero nadie les prestaba atención.
Últimamente sus actividades eran tan escasas que no tenían otra que inventarse nuevos pasatiempos, sentarse a mirar pasar las horas, o entablar alguna especie de conversación.
Como la Princesa no se prestaba mucho, Azul hablaba con el Ángel.
Una de esas tardes vacías, Azul hablaba de trivialidades con su amiga, y la Princesa se había alejado para dar una vuelta y estirar las alas. Cuando volvió se dio cuenta de que sus compañeras aún seguían hablando, y como no tenía ganas de interrumpir ni de que le prestaran atención, se quedó un poco más atrás, escuchando.
- Entonces… ¿por eso escapaste de casa? – escuchó que preguntaba el Ángel.
- No exactamente. Ser princesa no me molestaría tanto si hubiera tenido que lidiar con ello desde que nací.
- ¿A qué te refieres?
Azul suspiró.
- Yo no debería estar ahí. Si ser princesa era mi futuro, si yo hubiera sabido desde siempre que debía tomar tal responsabilidad, hubiera juntado fuerzas y habría hecho lo posible para que mi gobierno sea justo. Pero… ¿Cómo podría lograr un gobierno justo cuando la verdadera heredera al trono es mi prima?
- ¿Entonces tu no eres la verdadera heredera al trono? ¿Qué ocurrió con tu prima? – inquirió el Ángel, aparentemente sorprendida.
- Fue desterrada por practicar la adivinación, y otras magias similares.
- ah… vaya. – Musitó. Comenzaba a creer que las hadas no eran tan liberales como creía, y que cada civilización tenía sus reglas, por más estúpidas que fuesen. - ¿y cuando la desterraron?
- Cuando yo tenía alrededor de 7 años… no se si tuve la oportunidad de conocerla bien, porque era un tipo de persona muy críptica. Pero… pero creo que de alguna manera tenía una extraña conexión con ella. Antes de que fuera desterrada, mi mamá solía decir que a ella le debíamos mucho, aunque no sé exactamente porqué… De cualquier manera, lo más extraño es que sentía que me podía comunicar con ella sin hablar, sin decir nada. Que ella, de alguna forma, siempre supo lo que estaba pensando, o lo que yo sentía, y al mismo tiempo, yo sabía que ella sabía lo que yo estaba pensando, y sabía, no sé como, que era lo que opinaba al respecto. Creo que ella estaba destinada a ser adivina… Creo que no podía ser otra cosa…
Ese discurso fue tan largo que ninguna supo qué más agregar. La Princesa había escuchado todo con mucha atención. Se encontraba atónita.
Primero, por que se acaba de enterar que Azul era una princesa, una princesa de verdad.
Y segundo, porque, al parecer, Azul había rechazado su puesto como si nada. Ella, que tenía el complejo de princesa desde que tenía memoria; ella, que, como si fuera poco, se hacia llamar nada menos que “La Princesa” no pudo creer que alguien tan común y tan fácil de someter como Azul pudiera ser de la realeza, y que encima hubiera rechazado todo aquello a lo que le hubiera gustado pertenecer.
Aunque se hacía la fuerte, y la egoísta, la Princesa tenía una idea muy romántica sobre la vida. Pensaba que ser de origen noble, tener un novio apuesto, enamorarse, ser respetada y querida, era lo mejor que a uno le podía pasar.
Lamentablemente no era de origen noble, y por más que luchaba para conseguir todas esas cosas, cada vez se le hacía más difícil, y más imposible conseguirlas.
Y a pesar de que Azul rechazaba todo aquello que ella anhelaba, creció dentro de ella una especie de admiración. De alguna manera, le pareció fantástico que Azul desechara todo aquello, y que aún así pudiera aceptar a la vida y ser feliz.
Por un momento, deseó ser como Azul.
Pero… ella no era Azul, era la Princesa. Y siempre se había enorgullecido de ello. Sin embargo…
- Entonces… ¿Qué vas a hacer?- Dijo de repente el Ángel, distrayendo a la Princesa y a Azul de sus pensamientos.
- ¿Qué voy a hacer con qué? – Respondió Azul, pues por un momento había olvidado de lo que estaban hablando.
- Digo, ¿Cómo vas a solucionar el problema? Ya sé que no quieres ocupar el puesto de tu prima, pero… Alguien debe ocuparlo, ¿no?
Azul meditó seriamente aquellas palabras.
El Ángel tenía razón. Azul simplemente había dado por hecho que una vez que se escapara, necesitarían a una nueva princesa y las cosas se solucionarían por sí solas.
Pero… ¿Y si era al revés? ¿Y si en vez de devolverle el puesto a la Pitonisa, los demás hubieran optado por buscar un camino incluso más complicado? En ese caso, se generarían más problemas, y Azul tendría la culpa. Y no podía dejar las cosas así. Tendría que hacer algo.
Azul volvió a pensar en su prima, y se la imaginó en una humilde casa viviendo un vida miserable (En realidad Azul no había vuelto a verla desde que la echaron, y nunca había visitado el suburbio de los desterrados, pero había oído que allí subsistencia no era sencilla) y se sintió horriblemente mal, en ese prado tan verde, tan lleno de vida, y tan sin nada. Sin aventuras ni problemas. Sin nada que hacer.
Deseó con todas fuerzas estar con ella, ayudarla. Después de todo, ¿Qué derecho tenía de vivir una vida pacífica cuando había gente en el mundo que sufría?
Y supo que no podía dejar las cosas así, ni que se podría quedar en aquel prado para siempre. Porque, por más lejos que estés, la realidad es inevitable.
Y, la mejor forma de soportarla, es construyendo un mundo mejor.
La Princesa también pensaba en su huída irremediable. Pensaba en como construir una realidad habitable, una que pudiera soportar. Tal vez la vida no fuera un cuento de hadas, y sin embargo, ella haría el intento. El intento de encontrar a su caballero soñado, para llevar por delante a todas las tristezas, hacerle frente al miedo y todas las cosas horribles que acechan en las sombras.
En ese instante, en el pecho de Azul y el de la Princesa, brotó una sensación extraña, una determinación. El nacimiento de una promesa inquebrantable.
Al mismo tiempo, los tréboles del prado fueron desapareciendo, hasta ser reemplazados por plantas de Menta, llenando al lugar de un aroma refrescante, y perfumando la piel de las hadas cuando éstas se recostaban a descansar. El aroma tardó varios días en desaparecer.
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