
El reinado florido de la Princesa acabó por culpa de la Hechicera.
Ésta última se le acercó un día, mientras la otra estaba muy ocupada confeccionando una nueva flor.
- Estoy harta de estas malditas flores. – Le dijo sin levantar la voz, pero terriblemente seria. – o te deshaces de ellas, o juro que te haré daño.
La Princesa la miró atónita.
Nadie se esperaba aquella reacción.
La Hechicera parecía tener secuelas de alguna extraña enfermedad bipolar.
Es verdad que a veces no era muy agradable y que a veces se mofaba de las demás, pero de todas formas nunca se mostró dispuesta a hacerle daño a nadie. Tampoco provocaba peleas.
Incluso había días que se levantaba de buen humor y era muy amigable.
Pero jamás se imaginaron que fuera capaz de decirle eso a la Princesa, y al parecer, la Princesa tampoco.
Le hizo caso de inmediato, y en pocos segundos, el prado se encontraba tan verde y tan deshabitado como siempre.
Azul nunca se habría imaginado que la Princesa se rendiría de esa forma.
La Princesa nunca se había dejado controlar por nadie. Además, ella era muy terca y obstinada, y siempre ponía argumentos antes de ceder.
Pero esta vez le hizo caso sin oponer resistencia. Parecía repentinamente asustada por aquella amenaza insólita.
Cuando la Hechicera comprobó que en el prado ya no había ninguna planta, se echó en el pasto y se durmió en el acto.
Las demás la observaron, sorprendidas en silencio.
La Hechicera hallaba consuelo en el mundo de los sueños. Su mente se despejaba aún más que cuando meditaba. Por eso, dormía mucho.
A pesar de que siempre se había mostrado indiferente, ella tampoco era inmune al miedo a lo desconocido. Y aunque no lo había demostrado, la época en la que el prado se había llenado de insectos la torturó mucho. Y decidió que lo que debía hacer era asegurarse de que eso nunca volviera a ocurrir.
Porque ella tenía prohibido demostrar debilidad. Era algo que había aprendido desde pequeña.
No podría demostrarla por nada del mundo, ni siquiera cuando la profecía se comenzara a cumplir.
Y a penas se fueron las flores, llegaron las sombras.
La primera en sentirlas fue Azul, o al menos eso creía ella, pues no se animaba a consultarlo con nadie.
Sucedió una noche en la que no podía dormir. Tenía los ojos absolutamente acostumbrados, y veía todo con total claridad a la luz de las estrellas.
Entonces las vio… Eran sombras, solo sombras que, a pesar de que estaba todo oscuro, se distinguían perfectamente y se desplazaban sin la necesidad de que algo sólido las guíe.
Y cuando se acercaron a Azul, comenzó a oír murmullos.
“Tu no vales nada… nada”
“¿Sabes lo que hicieron tus padres cuándo descubrieron que escapaste? Se rieron de ti por ser tan cobarde… ni siquiera te están buscando, preferirían no encontrarte…”
“Eres tan débil… no tienes la fuerza para llevar una vida tu sola”
“Esas chicas que están ahí al lado… no te aprecian, están contigo porque no tienen a dónde ir…”
Y en cuanto escuchó esas voces (voces que se confundirían con el viento si corriera algo más que una leve brisa veraniega) Azul tuvo la certeza de que decían la verdad, y por eso no tuvo fuerzas para desmentirlas o enfrentarlas.
Al comprobar su angustia las sombras largaron una risa amarga y exclamaron “¡Débil! ¡Débil!”. Palabras que resonaron en la cabeza de Azul durante toda la noche.
A partir de entonces las sombras nunca la abandonaron. Habían descubierto una presa fácil.
Azul no lo había comentado con las demás porque creía que eso implicaba revelar sus miedos. Y Azul, como la Hechicera, no era una persona que le gustara hablar de sus sentimientos.
Entonces, soportó a las sombras todas las noches, como si aquello fuera una especie de deber noble.
Durante el día estaba cansada, y más quisquillosa que de costumbre. Y las demás se dieron cuenta.
Pero al poco tiempo, Azul no fue la única que se comportaba de manera extraña. Ni la Princesa ni el Ángel daban señas de haber dormido bien, y aunque la Hechicera se encontraba más enérgica que de costumbre, se mostraba especialmente inquieta. Parecía estar muy a la defensiva, y se sobresaltaba por pequeñeces. A menudo se apartaba del grupo y abría su relicario, siempre cuidando de que nadie más que ella viera su contenido.
Una noche especialmente oscura, Azul esperaba a las sombras casi como si aquello fuera algo natural. No tardaron en llegar, como tampoco dudaron en atacarla nuevamente.
“Estás tan sola “– se mofaba una. – “¿Cómo sabes que las niñas que te rodean están dormidas y no muertas?”
“Nunca nadie podrá entenderte… ¿quién se ocuparía de entender a un hada medio loca?”
“Eres tan fácil de acobardar… eres tan inocente, tan frágil…”
Volvieron a reír. Azul cerraba los ojos con fuerza, pero eso no le impedía escuchar.
“¡Ya eres nuestra!” – Dijo otra, con voz estremecedoramente corpórea y autoritaria.- “¡No tienes escapatoria, niña! ¡Estás en nuestro poder!”
- ¡Basta! ¡¿por qué hacen esto?!- Exclamó Azul, pese a sus esfuerzos por mantenerse callada. Creía que hablar con las sombras solo empeoraría las cosas, y, sobre todo, las volvería más reales. Pero a esas alturas no pudo con su genio.
Las sombras se carcajearon con maldad otra vez.
“Eres tan imbécil, tan ingenua…”
“No puedo creer que seas tan ciega… ¿de verdad no te diste cuenta…?”
“Tus lamentos son, para nosotras, poder, niña idiota…”
En ese momento, de golpe, todas se callaron, y un haz de luz interrumpió la oscuridad
Era el Ángel de Fuego, que ahora estaba levantada y lanzaba llamaradas hacia las sombras, que, aterradas, retrocedieron.
Azul le miró el rostro. Tenía los ojos hinchados, y los cachetes colorados. Pero, a parte de eso, tenía el semblante impregnado de una absoluta seguridad.
Las sombras no desaparecieron, pero ya no molestaban, y se habían quedado allí, inmóviles.
- ¿Estás bien?- Le preguntó el Ángel a Azul
Ella contestó con un pequeño “si”.
El Ángel se mantuvo unos segundos en silencio, como si pensara en algo, y luego agregó.
- Esas sombras también me estuvieron molestando a mí…
Azul observó su rostro colorado, y el rastro de unas lágrimas que ya había terminado su recorrido, y no pudo evitar sentirse un poco culpable…
- No me había dado cuenta…- murmuró Azul, tratando de excusarse. Decía la verdad, pero no entendía cómo no había notado que las sombras merodeaban al Ángel, si ella misma no había dormido nada en las últimas noches.
- No te preocupes. Yo tampoco me había dado cuenta de que te molestaban…
El Ángel aún se mostraba seria, algo extraño en ella.
Azul se quedó en silencio, le hubiera gustado decirle algo alentador, pero no se le ocurrió qué.
En ese mismo instante, la Hechicera se despertó.
Miró a las dos chicas levantadas, y luego a las sombras, alejadas a una prudente distancia.
- ¿¡Qué les hicieron!? – Le espetó al Ángel y a Azul.
- ¿Qué?- exclamó el Ángel, sin entender a lo que se refería.
- ¡¿Qué les hicieron a ellas?!- repitió, ahora señalando a las sombras.
- ¡¿Estás loca?!- se encolerizó – ¡Esas malditas sombras no nos dejaban en paz!
Pero la Hechicera ya no escuchaba, por que en cuanto la oyeron hablar, las sombras se dirigieron hacía ella.
“Nos dijiste que no nos harían daño…”
“… Nos mentiste”
“Nos perteneces, niña… ahora tu gran poder está a nuestro servicio…”
-¡Aléjense! ¡Aléjense!- gritaba ella, y otro haz de luz centelleó en la oscuridad, ésta vez, provocado por la Hechicera.
Nuevamente, las sombras se alejaron.
- Nunca se olviden de quién es quien manda.- Exclamó, fulminando a las sombras con la mirada.- Y ahora váyanse, ya no las necesito.
Las sombras obedecieron, y se marcharon lentamente.
- y ustedes ¿Qué miran?- les espetó a Azul y al Ángel.
Ellas no respondieron, se acostaron en el pasto, y por fin pudieron descansar en paz.
No fue así para la Hechicera.
La profecía rezaba que para juntar fuerzas, la Hechicera debía apoderarse de la felicidad de los demás. Pero aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más siniestros de la magia, no tuvo fuerzas para hacerlo ella misma. Y lo hicieron las sombras, esos seres que ella creaba inconcientemente, pero que no podía controlar del todo.
Guardaba un gran desprecio a aquellas sombras, porque eran de naturaleza traicionera.
Incluso ahora la atacaban a ella. Sí, a su creadora. Y ya ni siquiera se molestaba en desecharlas.
“No tienes valor para continuar…”
“Te vas a pudrir en el infierno”
“Te vas a terminar encariñando con ellas, como lo que pasó en tu hogar…”
- Cállense. – Murmuró, acurrucada en el pasto.
“¡No puedes darnos ordenes!”
“Ya no somos tuyas”
“Terminarás trasformándote en nosotras, ya lo verás…”
“si, consumiremos tu cuerpo, hasta que solo quede la sombra…”
Pero la Hechicera no les hacía caso.
Porque la ley de los contrarios de Livra dictaba que cualquier ser que pueda manejar una clase de poder, puede mantener a la raya su contrario, y por lo tanto, puede dominarlo.
Por eso, la Hechicera sabía que jamás sería una sombra.
Porque aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más oscuros de la magia, ella era también un hada de la luz.
Y ese rayo de luz era la razón por la que jamás se podría convertir en una sombra.
Era la razón por la cual nunca podría acabar con su destino.
Ésta última se le acercó un día, mientras la otra estaba muy ocupada confeccionando una nueva flor.
- Estoy harta de estas malditas flores. – Le dijo sin levantar la voz, pero terriblemente seria. – o te deshaces de ellas, o juro que te haré daño.
La Princesa la miró atónita.
Nadie se esperaba aquella reacción.
La Hechicera parecía tener secuelas de alguna extraña enfermedad bipolar.
Es verdad que a veces no era muy agradable y que a veces se mofaba de las demás, pero de todas formas nunca se mostró dispuesta a hacerle daño a nadie. Tampoco provocaba peleas.
Incluso había días que se levantaba de buen humor y era muy amigable.
Pero jamás se imaginaron que fuera capaz de decirle eso a la Princesa, y al parecer, la Princesa tampoco.
Le hizo caso de inmediato, y en pocos segundos, el prado se encontraba tan verde y tan deshabitado como siempre.
Azul nunca se habría imaginado que la Princesa se rendiría de esa forma.
La Princesa nunca se había dejado controlar por nadie. Además, ella era muy terca y obstinada, y siempre ponía argumentos antes de ceder.
Pero esta vez le hizo caso sin oponer resistencia. Parecía repentinamente asustada por aquella amenaza insólita.
Cuando la Hechicera comprobó que en el prado ya no había ninguna planta, se echó en el pasto y se durmió en el acto.
Las demás la observaron, sorprendidas en silencio.
La Hechicera hallaba consuelo en el mundo de los sueños. Su mente se despejaba aún más que cuando meditaba. Por eso, dormía mucho.
A pesar de que siempre se había mostrado indiferente, ella tampoco era inmune al miedo a lo desconocido. Y aunque no lo había demostrado, la época en la que el prado se había llenado de insectos la torturó mucho. Y decidió que lo que debía hacer era asegurarse de que eso nunca volviera a ocurrir.
Porque ella tenía prohibido demostrar debilidad. Era algo que había aprendido desde pequeña.
No podría demostrarla por nada del mundo, ni siquiera cuando la profecía se comenzara a cumplir.
Y a penas se fueron las flores, llegaron las sombras.
La primera en sentirlas fue Azul, o al menos eso creía ella, pues no se animaba a consultarlo con nadie.
Sucedió una noche en la que no podía dormir. Tenía los ojos absolutamente acostumbrados, y veía todo con total claridad a la luz de las estrellas.
Entonces las vio… Eran sombras, solo sombras que, a pesar de que estaba todo oscuro, se distinguían perfectamente y se desplazaban sin la necesidad de que algo sólido las guíe.
Y cuando se acercaron a Azul, comenzó a oír murmullos.
“Tu no vales nada… nada”
“¿Sabes lo que hicieron tus padres cuándo descubrieron que escapaste? Se rieron de ti por ser tan cobarde… ni siquiera te están buscando, preferirían no encontrarte…”
“Eres tan débil… no tienes la fuerza para llevar una vida tu sola”
“Esas chicas que están ahí al lado… no te aprecian, están contigo porque no tienen a dónde ir…”
Y en cuanto escuchó esas voces (voces que se confundirían con el viento si corriera algo más que una leve brisa veraniega) Azul tuvo la certeza de que decían la verdad, y por eso no tuvo fuerzas para desmentirlas o enfrentarlas.
Al comprobar su angustia las sombras largaron una risa amarga y exclamaron “¡Débil! ¡Débil!”. Palabras que resonaron en la cabeza de Azul durante toda la noche.
A partir de entonces las sombras nunca la abandonaron. Habían descubierto una presa fácil.
Azul no lo había comentado con las demás porque creía que eso implicaba revelar sus miedos. Y Azul, como la Hechicera, no era una persona que le gustara hablar de sus sentimientos.
Entonces, soportó a las sombras todas las noches, como si aquello fuera una especie de deber noble.
Durante el día estaba cansada, y más quisquillosa que de costumbre. Y las demás se dieron cuenta.
Pero al poco tiempo, Azul no fue la única que se comportaba de manera extraña. Ni la Princesa ni el Ángel daban señas de haber dormido bien, y aunque la Hechicera se encontraba más enérgica que de costumbre, se mostraba especialmente inquieta. Parecía estar muy a la defensiva, y se sobresaltaba por pequeñeces. A menudo se apartaba del grupo y abría su relicario, siempre cuidando de que nadie más que ella viera su contenido.
Una noche especialmente oscura, Azul esperaba a las sombras casi como si aquello fuera algo natural. No tardaron en llegar, como tampoco dudaron en atacarla nuevamente.
“Estás tan sola “– se mofaba una. – “¿Cómo sabes que las niñas que te rodean están dormidas y no muertas?”
“Nunca nadie podrá entenderte… ¿quién se ocuparía de entender a un hada medio loca?”
“Eres tan fácil de acobardar… eres tan inocente, tan frágil…”
Volvieron a reír. Azul cerraba los ojos con fuerza, pero eso no le impedía escuchar.
“¡Ya eres nuestra!” – Dijo otra, con voz estremecedoramente corpórea y autoritaria.- “¡No tienes escapatoria, niña! ¡Estás en nuestro poder!”
- ¡Basta! ¡¿por qué hacen esto?!- Exclamó Azul, pese a sus esfuerzos por mantenerse callada. Creía que hablar con las sombras solo empeoraría las cosas, y, sobre todo, las volvería más reales. Pero a esas alturas no pudo con su genio.
Las sombras se carcajearon con maldad otra vez.
“Eres tan imbécil, tan ingenua…”
“No puedo creer que seas tan ciega… ¿de verdad no te diste cuenta…?”
“Tus lamentos son, para nosotras, poder, niña idiota…”
En ese momento, de golpe, todas se callaron, y un haz de luz interrumpió la oscuridad
Era el Ángel de Fuego, que ahora estaba levantada y lanzaba llamaradas hacia las sombras, que, aterradas, retrocedieron.
Azul le miró el rostro. Tenía los ojos hinchados, y los cachetes colorados. Pero, a parte de eso, tenía el semblante impregnado de una absoluta seguridad.
Las sombras no desaparecieron, pero ya no molestaban, y se habían quedado allí, inmóviles.
- ¿Estás bien?- Le preguntó el Ángel a Azul
Ella contestó con un pequeño “si”.
El Ángel se mantuvo unos segundos en silencio, como si pensara en algo, y luego agregó.
- Esas sombras también me estuvieron molestando a mí…
Azul observó su rostro colorado, y el rastro de unas lágrimas que ya había terminado su recorrido, y no pudo evitar sentirse un poco culpable…
- No me había dado cuenta…- murmuró Azul, tratando de excusarse. Decía la verdad, pero no entendía cómo no había notado que las sombras merodeaban al Ángel, si ella misma no había dormido nada en las últimas noches.
- No te preocupes. Yo tampoco me había dado cuenta de que te molestaban…
El Ángel aún se mostraba seria, algo extraño en ella.
Azul se quedó en silencio, le hubiera gustado decirle algo alentador, pero no se le ocurrió qué.
En ese mismo instante, la Hechicera se despertó.
Miró a las dos chicas levantadas, y luego a las sombras, alejadas a una prudente distancia.
- ¿¡Qué les hicieron!? – Le espetó al Ángel y a Azul.
- ¿Qué?- exclamó el Ángel, sin entender a lo que se refería.
- ¡¿Qué les hicieron a ellas?!- repitió, ahora señalando a las sombras.
- ¡¿Estás loca?!- se encolerizó – ¡Esas malditas sombras no nos dejaban en paz!
Pero la Hechicera ya no escuchaba, por que en cuanto la oyeron hablar, las sombras se dirigieron hacía ella.
“Nos dijiste que no nos harían daño…”
“… Nos mentiste”
“Nos perteneces, niña… ahora tu gran poder está a nuestro servicio…”
-¡Aléjense! ¡Aléjense!- gritaba ella, y otro haz de luz centelleó en la oscuridad, ésta vez, provocado por la Hechicera.
Nuevamente, las sombras se alejaron.
- Nunca se olviden de quién es quien manda.- Exclamó, fulminando a las sombras con la mirada.- Y ahora váyanse, ya no las necesito.
Las sombras obedecieron, y se marcharon lentamente.
- y ustedes ¿Qué miran?- les espetó a Azul y al Ángel.
Ellas no respondieron, se acostaron en el pasto, y por fin pudieron descansar en paz.
No fue así para la Hechicera.
La profecía rezaba que para juntar fuerzas, la Hechicera debía apoderarse de la felicidad de los demás. Pero aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más siniestros de la magia, no tuvo fuerzas para hacerlo ella misma. Y lo hicieron las sombras, esos seres que ella creaba inconcientemente, pero que no podía controlar del todo.
Guardaba un gran desprecio a aquellas sombras, porque eran de naturaleza traicionera.
Incluso ahora la atacaban a ella. Sí, a su creadora. Y ya ni siquiera se molestaba en desecharlas.
“No tienes valor para continuar…”
“Te vas a pudrir en el infierno”
“Te vas a terminar encariñando con ellas, como lo que pasó en tu hogar…”
- Cállense. – Murmuró, acurrucada en el pasto.
“¡No puedes darnos ordenes!”
“Ya no somos tuyas”
“Terminarás trasformándote en nosotras, ya lo verás…”
“si, consumiremos tu cuerpo, hasta que solo quede la sombra…”
Pero la Hechicera no les hacía caso.
Porque la ley de los contrarios de Livra dictaba que cualquier ser que pueda manejar una clase de poder, puede mantener a la raya su contrario, y por lo tanto, puede dominarlo.
Por eso, la Hechicera sabía que jamás sería una sombra.
Porque aunque ella era un ser guiado por la oscuridad, una persona criada para poder controlar los estratos más oscuros de la magia, ella era también un hada de la luz.
Y ese rayo de luz era la razón por la que jamás se podría convertir en una sombra.
Era la razón por la cual nunca podría acabar con su destino.
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