
-¿¡Qué son todas estas flores!?- había exclamado Azul, enfadada.
Ya había dejado pasar muchas cosas y no se sentía dispuesta a dejar una más.
La Princesa ya se esperaba esa reacción.
- No puedo evitarlo, Azul. Mis poderes se están desarrollando. Sería insano no utilizarlos en este momento.- Ni ella misma estaba segura de si estaba diciendo la verdad, pero no iba a dejar que Azul le impidiera hacer lo que tenía ganas.
- ¡No me vengas con eso! ¡Si el Ángel pudo controlarse, no veo por qué tu no!
- ¡Solo son flores! ¿Por qué te molestan?
- No me gustan. – Se limitó a responder. No era necesario explicar su necesidad de tener un prado completamente vacío, o que después de lo ocurrido con el árbol prefiriera alejarse de las plantas.
- ¡Eres una terca!
- ¡Tu también! ¡Y este es mi prado y se hace lo que yo digo!
- ¿Quién lo hizo tuyo? ¿Acaso lleva tu nombre?
- ¡Yo llegué primero!
- ¡Pues eso no te convierte en su dueña!- Sentenció la Princesa, y dio finalizada la conversación.
Quizás era irónico que Azul se metiera en semejante discusión teniendo en cuenta el problema que ella tenía con las peleas, pero la Princesa francamente la sacaba de sus casillas. Y lo que más bronca le daba es que terminaba tan envuelta en aquellas disputas que le llevaba mucho tiempo quitárselas de la cabeza.
Al final, a regañadientes, aceptó que la Princesa llenara el prado de flores, solo con la condición de que en algún momento se desharía de ellas.
Y la Princesa no perdió el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, ya había llenado todo el prado de diferentes tipos de flores. Y eso, por alguna razón, la hacía sentir libre.
Era como si todas esas flores fueran parte de ella, y ahora pudiera liberarlas y esparcirlas por todo el verde pasto, como si algún gigante hubiera decidido dejar caer gotas de témpera de distintos colores.
Todo se veía tan hermoso… y le costaba trabajo creer que aquello era obra suya.
Se la pasaba días enteros, creando nuevos tipos de flores, de diferentes colores, perfeccionando sus pétalos…
Al principio a nadie le molestaba demasiado, o por lo menos, todas lo soportaban.
Hasta que llegaron los insectos.
Primero solo fueron moscas, mosquitos, abejas, y alguna que otra mariposa. Es decir, aquellos insectos a los que les llamarían la atención un enorme campo de flores.
Eso no le gustó a nadie, ni siquiera a la Princesa.
Azul había aprendido (gracias a su padre) que no hay que tenerle miedo a los animales o seres vivos en general, y mucho menos a los insectos. Por que ellos son insignificantes, y cualquiera les causa más daño que el que ellos mismos pueden causar. Pero, sobre todo, porque huelen el miedo. Y desde entonces Azul se había prometido a sí misma que jamás se asustaría de un insecto.
Fue una promesa que tuvo que romper a causa de las pesadillas. Soñaba que ella volaba sobre un extenso lago de aguas cristalinas, y que un enorme enjambre de abejas la perseguía. Entonces, se metía debajo del agua para escapar de ellas. Pero las abejas también se sumergían, y volaban cada vez más rápido. Se despertaba sintiendo un fuerte cosquilleo en la punta de los pies.
Las abejas tenían una habilidad asombrosa para meterse dentro de cualquier sueño normal y convertirlo en una pesadilla.
Y desde entonces, cada vez que veía una abeja, surgía en ella el deseo de gritar y correr lo más rápido posible. Era un deseo irracional, y ella lo sabía, pero las abejas realmente la intimidaban, y no sabía del todo por qué. Suponía que era por que ella le tenía un miedo especial al dolor, dolor de cualquier tipo. Y se imaginaba que la picadura de abeja debía ser un dolor punzante y horrible.
Al Ángel tampoco le gustaban. A ella, que era tan cálida, le aterraba cualquier cosa que pudiera romper su propia calidez.
La Hechicera, en cambio, se mostraba indiferente. No era de hablar mucho, y casi siempre se encontraba meditando o durmiendo. Sí se había quejado un poco de las flores, pues según ella “Eran demasiado coloridas”
Cada vez que oían algún zumbido, Azul y el Ángel se quedaban paralizadas, pues ya habían aprendido que corriendo la cosa no era mejor. Cuando esto sucedía, la Hechicera se reía con malicia.
La Princesa era la más aterrada. Le asustaban los insectos en general, daba lo mismo lo que fueran.
Por eso se sorprendió mucho cuando descubrió que tenía poder sobre ellos.
No era algo muy complicado. Los bichos perseguían al polen, y ella era capaz de manejar aquella sustancia tan hipnotizante.
Pero pronto descubrió que era algo aún más profundo. Ella podía meterse en su mente y obligarles a hacer lo que quería.
Y la realidad era que los insectos no habían venido atraídos por las flores, sino por la Princesa misma. Eso la ayudó bastante a superar su miedo.
Aprendió a respetarlos, y también a hacerse respetar. A menudo dejaba que se acercaran a ella, y ya no los ahuyentaba, sino que los recibía como si fueran viejos amigos.
Cierta vez había dejado que una abeja se posara en su mano.
- Te va a picar. – Repuso Azul, temerosa.
- Imposible. – Le respondió con una radiante sonrisa. – Soy la Princesa.
Y eso siguió así por unos días.
El poder de la Princesa se expandía cada vez más y más. Y atrajo nuevos insectos.
Hormigas, de todos los tamaños y colores. Grillos, saltamontes. Y arañas. Muchas arañas.
Parecía que en estas ejercía una atracción especial.
Cuando la princesa las vio por primera vez, pegó un grito y se elevó un par de metros del suelo.
- ¿Qué ocurre? – Preguntó el Ángel, sorprendida por esa reacción.
- Son las arañas. Son horribles. No las puedo tolerar.
- ¿No era que no te harían daños por que eras “la Princesa”? – Repuso Azul, resentida por haber tenido que soportar tanto tiempo a las abejas. – Creí que tenías control sobre los insectos.
- No sobre estos. – Replicó, como si hubiera dicho algo ofensivo. – jamás lo tendré sobre estos.
Parecía querer convencerse a sí misma.
Las arañas le parecían los más siniestros de todos los bichos. La forma inquietante que se movían no hacía más que causarle escalofríos. Tenía la teoría de que eran descendientes de los mismísimos monstruos.
Azul no entendía su miedo. Las arañas que se acercaban tenían la particularidad de ser extremadamente pequeñas. Hasta dudaba que pudieran picarle a uno, y si lo hacían, seguro que no causarían un gran daño.
Pero eso a la Princesa no parecía importarle. Se negó por mucho tiempo a pisar tierra.
Y las arañas, al percibir su miedo, seguían acercándose en masa.
Ahora eran los únicos insectos en el prado de flores. Era increíble su cantidad, y, entre ellas, se las arreglaban para destruir el jardín florido de la Princesa.
Ella miraba todo con horror, pero no se animaba a hacer nada. Sentía que con cada flor destruida, se llevaban un pedacito de su persona.
- ¡Estoy harta de estos bichos! – Exclamaba el Ángel, mientras daba pisotones. Los insectos, en vez de perecer, parecían multiplicarse.
Azul la miraba matar arañas sin decir nada. Tal vez era un poco exagerado, pero tenía la teoría de que la vida (sin importar de donde viniera) era demasiado valiosa como para acabar con ella así como así. Igual no protestaba por que ella también estaba harta de los arácnidos.
- ¡Tienes que hacer algo! – Le había exigido el Ángel a la Princesa.
- No puedo hacer nada. – Se limitó a responder.
Y así siguió todo hasta que las arañas dejaron con vida solo a una flor. Era algo así como un tulipán rojo.
La Princesa sentía que ahí llegaba su fin. Que la sensación de libertad y felicidad que había experimentado se terminaba ahí. Que el sentimiento de superioridad que había tenido cuando descubrió podía controlar a los insectos iba a ser derrocado por esos seres de ocho patas.
Y mientras los bichos se abalanzaban sobre la última flor sintió que algo sombrío brotaba dentro de ella.
Esos seres oscuros se habían llevado toda su persona. En ese momento, ella era un ser de la oscuridad.
Ahora ella era la hipnotizada, pero no por el polen, sino por una furia ciega, cuyo único control lo ejercía la idea de mantener a aquella flor roja con vida.
Por primera vez en mucho tiempo, apoyó los pies en el piso, y el efecto fue instantáneo.
Las arañas se alejaron, temerosas, de la flor. Pero seguían allí. Y la Princesa no quería verlas más en la vida.
Dio unos pasos, acercándose a la planta. Parecía que los ojos le brillaban, y hasta la Hechicera dejó a un lado sus pensamientos para prestar atención.
- ¡déjenme en paz! – Gritó- ¡Váyanse, y que nunca más las vuelva a ver! ¡Este es mi jardín, y yo soy la Princesa! ¡Y ningún bicho asqueroso tiene el poder de derrocarme!
Las arañas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Sabía que podías deshacerte de ellas! – exclamó el Ángel, sonriendo.
La Princesa la miró atónita.
Sentía un profundo vacío en su interior, como si las arañas se hubieran llevado su alma.
Las arañas seguían aterrándola, pero ahora también la fascinaban, y se arrepentía de haberlas echado de esa manera.
Nunca volvió a ver un solo arácnido, como tampoco pudo recuperar aquello que le habían robado. En su lugar, una profunda oscuridad crecía, pero la Princesa era lo suficientemente fuerte como para ocultarla.
Volvió a hacer crecer su jardín, con la esperanza de así poder recuperar lo que había perdido.
Pero no había caso.
Las arañas se lo habían llevado todo.
Ya había dejado pasar muchas cosas y no se sentía dispuesta a dejar una más.
La Princesa ya se esperaba esa reacción.
- No puedo evitarlo, Azul. Mis poderes se están desarrollando. Sería insano no utilizarlos en este momento.- Ni ella misma estaba segura de si estaba diciendo la verdad, pero no iba a dejar que Azul le impidiera hacer lo que tenía ganas.
- ¡No me vengas con eso! ¡Si el Ángel pudo controlarse, no veo por qué tu no!
- ¡Solo son flores! ¿Por qué te molestan?
- No me gustan. – Se limitó a responder. No era necesario explicar su necesidad de tener un prado completamente vacío, o que después de lo ocurrido con el árbol prefiriera alejarse de las plantas.
- ¡Eres una terca!
- ¡Tu también! ¡Y este es mi prado y se hace lo que yo digo!
- ¿Quién lo hizo tuyo? ¿Acaso lleva tu nombre?
- ¡Yo llegué primero!
- ¡Pues eso no te convierte en su dueña!- Sentenció la Princesa, y dio finalizada la conversación.
Quizás era irónico que Azul se metiera en semejante discusión teniendo en cuenta el problema que ella tenía con las peleas, pero la Princesa francamente la sacaba de sus casillas. Y lo que más bronca le daba es que terminaba tan envuelta en aquellas disputas que le llevaba mucho tiempo quitárselas de la cabeza.
Al final, a regañadientes, aceptó que la Princesa llenara el prado de flores, solo con la condición de que en algún momento se desharía de ellas.
Y la Princesa no perdió el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, ya había llenado todo el prado de diferentes tipos de flores. Y eso, por alguna razón, la hacía sentir libre.
Era como si todas esas flores fueran parte de ella, y ahora pudiera liberarlas y esparcirlas por todo el verde pasto, como si algún gigante hubiera decidido dejar caer gotas de témpera de distintos colores.
Todo se veía tan hermoso… y le costaba trabajo creer que aquello era obra suya.
Se la pasaba días enteros, creando nuevos tipos de flores, de diferentes colores, perfeccionando sus pétalos…
Al principio a nadie le molestaba demasiado, o por lo menos, todas lo soportaban.
Hasta que llegaron los insectos.
Primero solo fueron moscas, mosquitos, abejas, y alguna que otra mariposa. Es decir, aquellos insectos a los que les llamarían la atención un enorme campo de flores.
Eso no le gustó a nadie, ni siquiera a la Princesa.
Azul había aprendido (gracias a su padre) que no hay que tenerle miedo a los animales o seres vivos en general, y mucho menos a los insectos. Por que ellos son insignificantes, y cualquiera les causa más daño que el que ellos mismos pueden causar. Pero, sobre todo, porque huelen el miedo. Y desde entonces Azul se había prometido a sí misma que jamás se asustaría de un insecto.
Fue una promesa que tuvo que romper a causa de las pesadillas. Soñaba que ella volaba sobre un extenso lago de aguas cristalinas, y que un enorme enjambre de abejas la perseguía. Entonces, se metía debajo del agua para escapar de ellas. Pero las abejas también se sumergían, y volaban cada vez más rápido. Se despertaba sintiendo un fuerte cosquilleo en la punta de los pies.
Las abejas tenían una habilidad asombrosa para meterse dentro de cualquier sueño normal y convertirlo en una pesadilla.
Y desde entonces, cada vez que veía una abeja, surgía en ella el deseo de gritar y correr lo más rápido posible. Era un deseo irracional, y ella lo sabía, pero las abejas realmente la intimidaban, y no sabía del todo por qué. Suponía que era por que ella le tenía un miedo especial al dolor, dolor de cualquier tipo. Y se imaginaba que la picadura de abeja debía ser un dolor punzante y horrible.
Al Ángel tampoco le gustaban. A ella, que era tan cálida, le aterraba cualquier cosa que pudiera romper su propia calidez.
La Hechicera, en cambio, se mostraba indiferente. No era de hablar mucho, y casi siempre se encontraba meditando o durmiendo. Sí se había quejado un poco de las flores, pues según ella “Eran demasiado coloridas”
Cada vez que oían algún zumbido, Azul y el Ángel se quedaban paralizadas, pues ya habían aprendido que corriendo la cosa no era mejor. Cuando esto sucedía, la Hechicera se reía con malicia.
La Princesa era la más aterrada. Le asustaban los insectos en general, daba lo mismo lo que fueran.
Por eso se sorprendió mucho cuando descubrió que tenía poder sobre ellos.
No era algo muy complicado. Los bichos perseguían al polen, y ella era capaz de manejar aquella sustancia tan hipnotizante.
Pero pronto descubrió que era algo aún más profundo. Ella podía meterse en su mente y obligarles a hacer lo que quería.
Y la realidad era que los insectos no habían venido atraídos por las flores, sino por la Princesa misma. Eso la ayudó bastante a superar su miedo.
Aprendió a respetarlos, y también a hacerse respetar. A menudo dejaba que se acercaran a ella, y ya no los ahuyentaba, sino que los recibía como si fueran viejos amigos.
Cierta vez había dejado que una abeja se posara en su mano.
- Te va a picar. – Repuso Azul, temerosa.
- Imposible. – Le respondió con una radiante sonrisa. – Soy la Princesa.
Y eso siguió así por unos días.
El poder de la Princesa se expandía cada vez más y más. Y atrajo nuevos insectos.
Hormigas, de todos los tamaños y colores. Grillos, saltamontes. Y arañas. Muchas arañas.
Parecía que en estas ejercía una atracción especial.
Cuando la princesa las vio por primera vez, pegó un grito y se elevó un par de metros del suelo.
- ¿Qué ocurre? – Preguntó el Ángel, sorprendida por esa reacción.
- Son las arañas. Son horribles. No las puedo tolerar.
- ¿No era que no te harían daños por que eras “la Princesa”? – Repuso Azul, resentida por haber tenido que soportar tanto tiempo a las abejas. – Creí que tenías control sobre los insectos.
- No sobre estos. – Replicó, como si hubiera dicho algo ofensivo. – jamás lo tendré sobre estos.
Parecía querer convencerse a sí misma.
Las arañas le parecían los más siniestros de todos los bichos. La forma inquietante que se movían no hacía más que causarle escalofríos. Tenía la teoría de que eran descendientes de los mismísimos monstruos.
Azul no entendía su miedo. Las arañas que se acercaban tenían la particularidad de ser extremadamente pequeñas. Hasta dudaba que pudieran picarle a uno, y si lo hacían, seguro que no causarían un gran daño.
Pero eso a la Princesa no parecía importarle. Se negó por mucho tiempo a pisar tierra.
Y las arañas, al percibir su miedo, seguían acercándose en masa.
Ahora eran los únicos insectos en el prado de flores. Era increíble su cantidad, y, entre ellas, se las arreglaban para destruir el jardín florido de la Princesa.
Ella miraba todo con horror, pero no se animaba a hacer nada. Sentía que con cada flor destruida, se llevaban un pedacito de su persona.
- ¡Estoy harta de estos bichos! – Exclamaba el Ángel, mientras daba pisotones. Los insectos, en vez de perecer, parecían multiplicarse.
Azul la miraba matar arañas sin decir nada. Tal vez era un poco exagerado, pero tenía la teoría de que la vida (sin importar de donde viniera) era demasiado valiosa como para acabar con ella así como así. Igual no protestaba por que ella también estaba harta de los arácnidos.
- ¡Tienes que hacer algo! – Le había exigido el Ángel a la Princesa.
- No puedo hacer nada. – Se limitó a responder.
Y así siguió todo hasta que las arañas dejaron con vida solo a una flor. Era algo así como un tulipán rojo.
La Princesa sentía que ahí llegaba su fin. Que la sensación de libertad y felicidad que había experimentado se terminaba ahí. Que el sentimiento de superioridad que había tenido cuando descubrió podía controlar a los insectos iba a ser derrocado por esos seres de ocho patas.
Y mientras los bichos se abalanzaban sobre la última flor sintió que algo sombrío brotaba dentro de ella.
Esos seres oscuros se habían llevado toda su persona. En ese momento, ella era un ser de la oscuridad.
Ahora ella era la hipnotizada, pero no por el polen, sino por una furia ciega, cuyo único control lo ejercía la idea de mantener a aquella flor roja con vida.
Por primera vez en mucho tiempo, apoyó los pies en el piso, y el efecto fue instantáneo.
Las arañas se alejaron, temerosas, de la flor. Pero seguían allí. Y la Princesa no quería verlas más en la vida.
Dio unos pasos, acercándose a la planta. Parecía que los ojos le brillaban, y hasta la Hechicera dejó a un lado sus pensamientos para prestar atención.
- ¡déjenme en paz! – Gritó- ¡Váyanse, y que nunca más las vuelva a ver! ¡Este es mi jardín, y yo soy la Princesa! ¡Y ningún bicho asqueroso tiene el poder de derrocarme!
Las arañas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Sabía que podías deshacerte de ellas! – exclamó el Ángel, sonriendo.
La Princesa la miró atónita.
Sentía un profundo vacío en su interior, como si las arañas se hubieran llevado su alma.
Las arañas seguían aterrándola, pero ahora también la fascinaban, y se arrepentía de haberlas echado de esa manera.
Nunca volvió a ver un solo arácnido, como tampoco pudo recuperar aquello que le habían robado. En su lugar, una profunda oscuridad crecía, pero la Princesa era lo suficientemente fuerte como para ocultarla.
Volvió a hacer crecer su jardín, con la esperanza de así poder recuperar lo que había perdido.
Pero no había caso.
Las arañas se lo habían llevado todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario