
- “Señora, necesito su ayuda. He plantado una huerta detrás de mi choza, pero esta no da frutos. Mi mujer está embarazada, y temo por su salud y la de mis futuros hijos. Solo quiero que nosotros tengamos una vida pacífica y próspera”
La madre naturaleza dejó ver su rostro en el medio del aire. Tenía la mirada dulce y maternal. Era digna de belleza y juventud, pero poseía esos rasgos invisibles, típicos en una persona que ha vivido mucho, y que posee una gran sabiduría. Su imagen inspiraba gran tranquilidad.
Sus labios gruesos y rosados apenas se movieron cuando dijo fuerte y claro:
- No tienes de que preocuparte.- y agregó, con ternura.- Todo irá a pedir de boca.
El señor se fue satisfecho.
La madre naturaleza no se equivocaba. La vida del señor no pudo ser más próspera.
Tuvo una hija hermosa y sana, y la huerta detrás de la choza daba tantos frutos que ya no sabían que hacer con ellos.
Una y otra vez, el señor fue a agradecer a la madre naturaleza por todo lo que le había brindado.
Pero en el momento menos esperado, algo falló.
La esposa del señor estaba encinta de nuevo, cosa que debería ser motivo para alegrarse. Mas la mujer murió mientras daba a luz, y el hombre no lo pudo soportar.
Fue con una furia ciega hacia el templo, a reprocharle a la madre naturaleza lo que había ocurrido.
- “¡¿Cómo pudiste hacerme esto!?”- había exclamado el señor.- “¡Te pedí una vida pacífica y saludable, pero haz matado a mujer! ¿¡cómo podré vivir yo ahora?!”
La madre naturaleza dejó ver su rostro en el medio del aire.
Pero ya no era la misma. Su mirada dulce y maternal había sido reemplazada por una desquiciada y llena de odio. Sus largos cabellos castaños por un fuego devastador. Sus labios gruesos y rosados por una mueca trastornada.
Y con una voz extraña, que parecía provenir de algo que estaba sumido en un sufrimiento insoportable, exclamó:
- ¿¡Y qué querías que hiciera!? ¿¡Sabes lo que es vivir en mi lugar!? ¡Tenía hambre, tenía mucha hambre! ¡Necesitaba vidas humanas! ¡Ya no aguantaba más!
Asustado ante semejante revelación, el hombre escapó corriendo.
Juró que nunca más volvería a aquel templo, más que nada porque aquella extraña mujer había sido la responsable de la muerte de su esposa.
Se ocupó de criar a sus dos hijas. Pasaron varios meses, sin que nada cambiara demasiado.
Y entonces, comenzaron las guerras.
El pobre hombre no sabía que hacer, y en un impulso desesperado, se dirigió al templo.
- “Necesito ayuda. No quiero que mis hijas sean víctimas de la guerra. No sé como protegerlas. Necesito que hagas algo. Por favor… por favor, haz que las guerras terminen.”
La madre naturaleza dejó ver su rostro en el medio del aire.
Y nuevamente, su aspecto había cambiado. Ahora parecía una personita frágil y sumamente triste. Parecía haberse encogido con el tiempo, haberse marchitado y debilitado.
Con una voz que casi parecía un suspiro, murmuró.
- No puedo.
El señor entró en cólera.
- ¡No puedes decirme eso! ¡Tú… tú, haz matado a mi esposa, ¿y ahora no quieres hacer nada!?
La mujer bajó la vista.
- No podría aunque quisiera. No depende de mí. Los seres humanos están actuando bajo voluntad propia y no puedo detenerlos.
- Y… ¿qué puedo hacer?- Exclamó el hombre al borde de la angustia.
- Protégelas. Búscales un lugar seguro. Es todo lo que puedo decirte.
El hombre se fue del templo.
Sus hijas, en cuanto pudieron, se marcharon con un grupo de gente para huir del país. Nunca más volvió a verlas.
Encontré muy interesante el cuento! Y muy cierto también =D
ResponderEliminarMe gustó mucho ^^
Saludos!
Koharu