
Todos tenemos un mundo remoto en nuestras cabezas, solo que a veces no nos damos cuenta. Pero cuando intentamos crear algo nuevo, o, dicho de otra manera, buscamos la inspiración, instantáneamente (casi inconcientemente) entramos al mundo de las musas.
El artista por excelencia: un chico joven que no sobrepasa los 25 años (edades en la que uno todavía no tiene los pies bien puestos sobre la tierra) con el pelo rozándole los hombros (normalmente atado a una colita, para que no moleste ni interrumpa momentos de concentración) vestido de manera que notes que su pasión no es la moda, con algún que otro lápiz detrás de la oreja, y una libretita en el bolsillo de su saco.
Nuestro artista vaga por los caminos de su mundo de calles de tierra y trajes medievales.
Busca sin saber que está buscando, pensando en sus problemas personales, en su familia, en sus deseos, en sus sueños rotos…
Vienen vendedores, ofreciéndole objetos antiguos, pero el apenas los mira, pues está muy concentrado en sus pensamientos. Ellos no tienen lo que él necesita.
Sigue caminando, y allí, justo allí, aparecen las musas. Las encargadas de distraer al artista de las cosas que lo entristecen y de quitarle peso a su alma.
Ellas se le acercan y le sonríen. Tienen los labios pintados de rojo y las pestañas espesas. Son dueñas de un cuerpo voluptuoso y de una risa estridente y provocadora.
Pero esta vez ellas no bastan. Él sigue caminando. Hoy, las risas no son más que un ruido enfermizo, los labios rojos un color tan fuerte que daña la vista, y las provocaciones, solo molestias.
Empieza a creer que necesita estar solo, pero la soledad no hace más que dejarlo a solas con su tristeza.
Y justo cuando cree que nada puede ayudarlo, aparece ella.
Una jovencita (por lo menos 3 años más chica que él) vestida de ropa opaca, sentada, apoyando la espalda en la pared de una casa, tapándose el cuerpo con las manos. Su pelo, un castaño claro que le llegaba hasta los hombros. A diferencia de las otras musas, tenía el pecho plano, pero unos ojos miel que te llenaban de calor con solo mirarlos. Parecía algo triste.
El artista se acercó a ella y se agachó para ponerse a su altura.
- Eres perfecta. – le dijo, y la joven lo miró, primero sin comprender, pero luego soltando una sonrisa involuntaria, tan bella, que hubiera logrado que hasta el corazón más fuerte se derritiese. El artista saboreó esa belleza, esa belleza tan simple, que no aturdía, una belleza digna de apreciar. Llenó su mente de su rostro, y luego le dio la mano para ayudarla a levantarse.
El artista por excelencia: un chico joven que no sobrepasa los 25 años (edades en la que uno todavía no tiene los pies bien puestos sobre la tierra) con el pelo rozándole los hombros (normalmente atado a una colita, para que no moleste ni interrumpa momentos de concentración) vestido de manera que notes que su pasión no es la moda, con algún que otro lápiz detrás de la oreja, y una libretita en el bolsillo de su saco.
Nuestro artista vaga por los caminos de su mundo de calles de tierra y trajes medievales.
Busca sin saber que está buscando, pensando en sus problemas personales, en su familia, en sus deseos, en sus sueños rotos…
Vienen vendedores, ofreciéndole objetos antiguos, pero el apenas los mira, pues está muy concentrado en sus pensamientos. Ellos no tienen lo que él necesita.
Sigue caminando, y allí, justo allí, aparecen las musas. Las encargadas de distraer al artista de las cosas que lo entristecen y de quitarle peso a su alma.
Ellas se le acercan y le sonríen. Tienen los labios pintados de rojo y las pestañas espesas. Son dueñas de un cuerpo voluptuoso y de una risa estridente y provocadora.
Pero esta vez ellas no bastan. Él sigue caminando. Hoy, las risas no son más que un ruido enfermizo, los labios rojos un color tan fuerte que daña la vista, y las provocaciones, solo molestias.
Empieza a creer que necesita estar solo, pero la soledad no hace más que dejarlo a solas con su tristeza.
Y justo cuando cree que nada puede ayudarlo, aparece ella.
Una jovencita (por lo menos 3 años más chica que él) vestida de ropa opaca, sentada, apoyando la espalda en la pared de una casa, tapándose el cuerpo con las manos. Su pelo, un castaño claro que le llegaba hasta los hombros. A diferencia de las otras musas, tenía el pecho plano, pero unos ojos miel que te llenaban de calor con solo mirarlos. Parecía algo triste.
El artista se acercó a ella y se agachó para ponerse a su altura.
- Eres perfecta. – le dijo, y la joven lo miró, primero sin comprender, pero luego soltando una sonrisa involuntaria, tan bella, que hubiera logrado que hasta el corazón más fuerte se derritiese. El artista saboreó esa belleza, esa belleza tan simple, que no aturdía, una belleza digna de apreciar. Llenó su mente de su rostro, y luego le dio la mano para ayudarla a levantarse.
El artista abre los ojos. Toma un pincel. Toca el lienzo. Instantáneamente, pinta un cuadro que trata sobre el sueño adolescente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario