Desde el momento que Bianca nació, todos supieron que sería alguien
especial, sobre todo sus padres. Estaban convencidos de que provenía de
algún extraño lugar maravilloso, que había caído en este mundo por
error, por alguna desastrosa casualidad. Pero se sentían afortunados de
ello.
Había nacido por cesaria, razón por la cual su rostro no había
sido estrujado en sus esfuerzos por salir a la vida. Su cara cristalina,
armoniosa y casi transparente era extraña en un bebé que llevaba apenas
horas de vida. A pesar de eso, fue un parto complicado, en el cual la
vida de la criatura corrió riesgo porque se negaba a respirar. Estuvo
conectada a un aparato que respiraba por ella durante unos días, hasta
que por alguna razón reaccionó y comenzó a hacerlo por sus propios
medios.
Ese pequeño accidente, si podemos llamarlo así, fue la excusa
que los padres utilizaron para mimarla y consolarla, para que no se
sintiera rara en un mundo tan horrible en el cual había que respirar
para existir. Al final, lograron convencerla de que era especial, ya que
a la pequeña no le daban oportunidad para pensar en otra cosa.
El
resto de sus familiares no la querían mucho. No era muy cálida, casi ni
hablaba, y jamás dio la menor muestra de querer relacionarse con los
demás.
Era cierto que sus facciones eran increíblemente delicadas,
pero era tan falta de emociones que su belleza no lograba atraer a la
gente.
A ella no le importaba. Había llegado a creerse tanto su
propia magia, que adoptaba una posición misteriosa, enigmática, como si
llamar su atención fuese algo inalcanzable, y por eso mismo, sublime.
Desde
muy temprana edad, comenzó a sentir rechazo hacia ciertos aspectos de
la vida. El pulóver picoso la agobiaba, las burbujitas de las gaseosas
reventaban estrepitosamente en la superficie de su lengua, la barba de
su tío era demasiado rasposa.
Se negaba a comer y también a ir al
baño, y las caras de las personas desconocidas le parecían dibujadas por
el caricaturista más morboso. Parecía no comprender algunas cosas
cruciales en la vida cotidiana. Sus padres trataron de ayudarla a
integrarse en el mundo real, pero nunca le faltaron el respeto a sus
caprichos.
Algunas cosas las aceptó. Llegó a comer, beber y dormir
con normalidad. A medida que iba creciendo, se iba acentuando más su
inexpresividad y su aislamiento. Pasaba el tiempo dibujando, leyendo, o
mirando tele.
A su madre le preocupaba lo que podía encontrarse en
la televisión, esa ventana tan estridente y subjetiva que supuestamente
daba al resto del mundo. Cuando veía que pasaban un programa que tenía
la menor insinuación sobre un tema que ella consideraba peligroso (Cómo
por ejemplo la muerte o los fantasmas), apagaba el aparato sin escuchar
las quejas de su hija.
Pero Bianca sentía que su madre no entendía
nada, que no le tenía miedo a la muerte ni a los fantasmas. Lo que la
llenaban de terror eran otras cosas, pequeños detalles que le hacían
sentir un miedo que se le escurría en un sudor frío en la parte baja de
su espalda.
Lo que de pequeña le hacía llorar, ahora era algo que se quedaba adentro, inevitablemente clavado en la garganta.
Odiaba
el calor que la hacía traspirar, la luz del sol que cegaba sus ojos
delicados. El murmullo incesante de la gente al hablar, el tono de sus
voces, las palabras complicadas y desconocidas. Odiaba cualquier cosa
que le recordara la tristeza y la brutalidad del mundo, odiaba a la
gente inteligente por sus agudas pero punzantes opiniones, y odiaba a la
gente estúpida por su banalidad insoportable.
Pero por sobre todas
las cosas, odiaba todo lo orgánico, todo lo que estaba vivo e irrumpía
en su vida sin que ella pudiera detenerlo. Las plantas que atraían el
zumbido de los insectos, la comida muerta, putrefacta, segregando
líquidos que se descomponían en su propio cuerpo; el ruido imperceptible
de la sangre arrastrándose por sus venas, las líneas de las expresiones
que deformaban los rostros hasta convertirlos en máscaras
espeluznantes.
Ella misma se sentía una masa deforme de carne,
atrapada en un ciclo perpetuo de sudores y secreciones, consumiendo la
porquería que su cuerpo exhalaba, y deseaba por sobre todo cualquier
cosa inmaterial, algo que la salvara de la vida llena de tierra y de
latidos que retumbaban majestuosos en lo recóndito de sus entrañas.
Anhelaba
un sueño, un suspiro, algo suave y bello como ella, que le enfriara su
mente hirviendo de pensamientos. Y un día mientras miraba la tele se dio
cuenta de que estaba rodeada de gente como ella. De que no era única ni
especial, de que todo en este mundo era frío y muerto, como el
plástico, como lo etéreo, como el más sutil de los espíritus. Lo veía en
la búsqueda de la adrenalina, en la fragilidad de las modelos
anoréxicas. En el fondo, lo más emocionante y bello de todo era estar
muerto.
Bianca nunca supo la gravedad de aquel pensamiento, y de
hecho podría haber muerto por falta de alimento si no fuera porque la
visión de sus costillas le produjo tanto rechazo que se largó a llorar,
estrujando su rostro perfecto como no fue estrujado el día que nació,
sorbiendo las lágrimas saladas como si fueran una comida proteínica que
le devolvería la figura que antes ocultaba las partes más escabrosas de
su fisionomía.
La madre la escuchó y se acercó a consolarla. Bianca
quiso resistirse pero no pudo, y se dejo vencer, hundiéndose en el pecho
de su madre, mientras recibía el delicado tacto de sus dedos de uñas
largas acariciándole el cabello. El regazo de su madre se convirtió en
algo cálido, infinito, algo que estaba más allá de lo orgánico o lo
etéreo.
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